¿Se imaginan un mundo sin dolor, sin violencia, sin
dinero… Bueno, pues desengáñense, porque ese mundo no existe. Ignoramos cómo
son las cosas, sencillamente porque no nos interesa saberlo: se vive muy
cómodamente en las tinieblas de nuestra mente, como perros estúpidos compitiendo
con su propio rabo por un hueso…Porque, básicamente, nos alimentamos de lo que
nos echan de comer. Porque no nos preocupa el conocimiento, sino la ignorancia.
Porque no sabemos exigir la verdad. Porque quien sabe algo adquiere poder sobre
ello. Porque este poder está reservado sólo a unos pocos, en tanto los demás
nos conformamos con las sombras que a duras penas penetran en la caverna… Y, en
definitiva, porque ese poder nos conoce bien, ya que nos ha conformado así. Hoy
no es posible ya la revolución, y tiene razón Byung-Chun Han al afirmarlo con
rotundidad, porque el poder ha evolucionado subrepticia pero inexorablemente,
haciendo al individuo partícipe de la ilusión de libertad en vez de objeto de
represión disciplinaria. Lo hace dueño
de su destino pero esclavo de sí, responsable
de su suerte y crítico autoempleador, de modo que el individuo, frustrado por
el inevitable fracaso vital al que se ve abocado, ya no tiene nada en que
volcar su ira, nadie contra quien dirigir su violencia. Nadie sino él mismo.
Las propias religiones se han encargado de fomentar y
perpetuar estos principios disgregadores que dicotomizan el universo entero en «bueno»
y «malo», en «ricos» y «pobres». Desde sus textos
sagrados se exaltan los valores de la pobreza. Así, los
pobres heredarán la tierra, nos dice el evangelio según San Mateo, aunque no
nos dice qué harán, mientras tanto, los ricos… El Corán impone la
obligatoriedad de dar limosna (zakat), pero también contempla la riqueza
material como una bendición indicativa de virtud. El dinero y la religión constituyen, pues, dos armas terroríficas en manos del
Poder, y me permitirán expresarlo mediante un sencillo pero ilustrativo
diagrama:
Se
empeñan algunos políticos y la mayor parte de la sociedad en luchar contra la
pobreza, pero, ¿no sería mejor hacerlo contra la riqueza? Porque la pobreza no
es una enfermedad, y por eso no tiene tratamiento médico. Para todos los demás,
sean neuróticos, obesos, hipertensos o depresivos, hay pastillas, pero, para
los pobres... Compartiendo la idea de que ser rico no es pecado, entre otras
cosas porque el concepto en sí mismo debe restringirse al ámbito de la religión
–y mejor haríamos, por otra parte, en reducir ésta al espacio de lo
estrictamente privado-, y a riesgo de que los creyentes sí lo consideren como
tal, desde mi panateísmo diré que ser rico debería estar tipificado como
delito. Fiscal, obviamente.
Resulta
abominable, incluso en este mundo absolutamente hedonista, que unos cuantos
disfruten de una situación de privilegio respecto al resto, y me da igual si el
sujeto en cuestión se llama emprendedor, rentista, rey, o sota de bastos. Sé
que cuanto digo va en contra de los sagrados principios del sistema de libre
mercado, aunque no defenderé aquí, tampoco, un reparto buenista e igualitario
de los bienes sin ninguna otra consideración. La competitividad que propugna el
supercapitalismo produce consecuencias catastróficas en todo el planeta. Es
inmoral e injusto que unos pocos acaparen todos los recursos y exploten la
pobreza en beneficio propio. Es inmoral el concepto de plusvalía. Es inmoral la
propia economía. Y la Humanidad entera es culpable porque –al igual que los
esclavos en Roma no cuestionaban el sistema esclavista por más que desearan la
libertad– nadie, ni siquiera el más tonto de los pobres, desespera de ser rico
algún día. Mientras tengamos dinero, tendremos miseria.
Tienen
razón quienes afirman que no hay ya obreros en el mundo occidental sino amplias clases medias, pues solo somos
esclavos del dinero, siervos de la estupidez, banales moscas en la octaviana
telaraña. El trabajo en este sistema prostituye a los individuos –vende la puta
su cuerpo; vende el político sus mentiras; el obrero vende su trabajo, el
artista su obra y el intelectual su pensamiento–, ya que nadie desempeña su
ocupación por el bien común, ni en aras del beneficio social, ni por cualquier
otra encomiable razón, sino, exclusivamente, por dinero, para sobrevivir, en un mercenariado del que
todos participamos. Ni siquiera –al menos la mayor parte de– quienes pululan en
el ámbito de las ONG’s y los movimientos misioneros, tienen como verdadero y
último objetivo el altruismo desinteresado, sino otro de signo bien contrario,
egoísta, al fin, como el propio hombre, porque, si bien parece claro que el interés
económico no los empuja, su motivo primordial es, lejos de la ayuda que puedan
prestar y efectivamente prestan a sus semejantes, el íntimo y personal deseo de
sentirse bien, un estar a gusto con uno
mismo, un vivir consigo en paz.
Quizá,
solo quizá, si el único patrón-valor fuera el trabajo, éste sería el verdadero
fin y medio de lograr ese equilibrio social consistente en el bien común, por
medio de la satisfacción que reporta lo bien hecho. No obstante, y aunque el
resultado fuera, en efecto, indudablemente beneficioso para el conjunto de la
sociedad, no dejaría de ser otra manifestación de egoísmo personal. ¿O no?