No creerán vuesas mercedes lo que agora mesmo les
contaré, que no es traído aquí de mi corto ingenio por boca mía y letra de este
bachiller Carrasco que pagué, sino por derecho del destino que nos aguarda a la
puerta, que entrando pronto ya no logras sacarlo, ni así del aposento, ni de la
cuadra, ni tampoco de la pocilga, tal es su encono, y el esmero con que se
aplica.
Primero es decir que maese no soy sino de asnos y borricos, que si en eso haya dignidad
y título, a mí primero me toca, pero quiere el licenciado que me cobra dineros
darme tratamiento, y no es cosa de desairar a quien, pagado, pueda en su
adentro guardar malicia para escribir cuanto le venga en la gana, que así como
soy, según dicen, maese, tampoco sé letra alguna, y no teniendo modo ni manera
de saber en qué dice el escribiente verdad o en qué la falsedad que quiera
sobre mi persona, habré de resolverme de acuerdo y sin rechistar.
Cierto es, que escrito está, que a mi burro lomolieron a palos entre mi señor don Quijote y este Sancho escudero, que de cano
es tan rucio como el asno. Y, queriendo ese sino que señalo antes no dejar nada
al azar, tocóme también a mí en mis propias carnes tal molienda que no la deseo
para hijo nacido de madre, ni para diablo engendrado por demonia, si es que eso
se puede decir sin pecar ofensa contra nuestra Santa Madre Iglesia o su Suprema
delegación. No corrigiéndome el bachiller, doy por cierta la dispensa, que
mejor sabrá él de cosas divinas que un simple escudero de aldea del Campo de
Montiel.
Los palos no llovieron sobre los lomos de este Panza,
o Zancas, que de todos modos me llaman, sin motivo, bien es así, pero no crean vuesas
mercedes todo lo que les digan, que aquí está escrita la verdad. El manteamiento
en la venta que mi señor creyó castillo encantado, no parecióme a mí tan
gravoso como las puñadas, a cientos, ¡qué digo!: a miles, si la cuenta no
perdí, que mi señor don Quijote, caballero andante, de sesera ida y sin parar
mientes, me dio. No queriendo más extenderme, relataré a vuesas amplísimas
mercedes lo que aconteció, que fue, por más señas, al regreso a la aldea desde nuestro
destierro en Sierra Morena, donde mi
amo, en pellote vivo, quiso penar como un señor Amadís que me dijo, al que no
conozco de nada.
Después que anduviera buscando a mi señora Dulcinea
por encargo de este don Quijote que me manda, nuestros paisanos, el cura y el
barbero encontráronme, y volvimos todos de la Sierra a la aldea, adonde mi
señor habría de llegar enjaulado con artes de engaño para disuadirle de sus
locas andanzas. Pues, como no era mi culpa semejante afrenta a un caballero
andante, no viendo él que el encantamiento fue obra de estos que dije, cura y
barbero, volvió a mí su furia de tal modo que solo paró de molerme cuando
creyóme matado, tantos y en todas partes fueron los golpes. Y esto sucedió
cuando, entre la venta y la aldea, soltaron a mi señor del enjaulamiento ante
sus súplicas para aliviarse, y que no tuviera que pasar la afrenta de ensuciar un
caballero calzones y jaula como bestia del monte, que si con artes encantadas
allí lo metieron, él, por su mucha inteligencia y alta hidalguía, supo salirse
con astucia e ingenio. Fuera de la jaula, lo acompañé tras unos matorrales
altos que había, y me asió del brazo que más cerca tenía y me habló muy bajo:
–Tente, Sancho, que por allí veo venir una compaña de
la Santa Hermandad. Aprovechemos esta oportunidad, y dejemos a nuestros magos
encantadores con la prisión vacía, que no es cosa digna de un caballero andar
acuclillado ni a cuatro patas en ese artilugio infernal, que no siendo digno no
hacerlo, lo es menos para la física que nos acomete, como mortales criaturas de
Dios. Pero esto que te digo, Sancho, aunque no lo comprendas, es ciencia
cierta, que probado está. Tú no te preocupes, y acerquémonos, y preguntaré
dónde está el camino que por ventura perdimos…
Yo temía mucho que mi señor, vuelto a la libertad, no
desvariase de nuevo y me metiera en aventuras de las que no habría de salir
bien parado, porque el cura y el barbero, extrañados de tanta tardanza en
evacuar, ya andaban inquietos. Miré hacia donde don Quijote me indicaba, pero
solo vi una recua de mulos levantando polvo en lo que él creía Santa Compaña…
–Mire vuesa merced que esos que vienen no son sino
mulos de carga, y no la Santa Hermandad, y quiera nuestra señora Dulcinea no
confundirle más, porque el señor cura está desconfiado y creo que viene ya…
–¡No temas, Sancho, que estás bajo mi protección, y
nada malo puede pasarte siendo yo tu valedor, que ni todos los curas del mundo
podrán acecharnos; antes los deslomaremos…!
Mi señor echó mano a la espada, pero como no la
tenía, porque lo habían desarmado para enjaularlo, blasfemó y juró, y se
revolvió, conjurando a los demonios del encantamiento. A sus voces, asomaron
por los matorrales el cura y el barbero, y hasta Rocinante se llegó a ver el
alboroto. Don Quijote, que vio a su montura cerca, brincó con tanto empeño
sobre el pobre jamelgo que a punto estuvo de echarlo a tierra. Pero, cosa
sorprendente, aguantó la embestida del loco hidalgo, y relinchó, no sé bien si
de dolor o de sorpresa, o de ambas y las mismas cosas, y salió disparado, que
es como decir un ligero trote, poco más deprisa que andando.
–¡Sígueme, Sancho, y olvídate de la Compaña, que
vamos a asediar el castillo encantado! –tuve tiempo de oír a mi señor que me
gritaba.
¿Qué podía hacer yo, sino ir adonde me dijera? Corrí
cuanto pude y me subí al asno, y me puse en pos del polvo que Rocinante
levantaba, para llegar a la venta antes que nos alcanzaran. Cuando caballero y
escudero, animales sobre animales, nos emparejamos, casi agotado ya el rocín de
mi señor, aún tuve resuello para decir:
–Que eso que ahí vemos no es castillo, sino la venta
en que me mantearon… Y si a ella volvemos, a buen seguro que nos harán pagar lo
que a deber dejamos, que esas gentes no andan sobradas más que en malicia,
golpes, y buen queso…
–¿Desvarías, Sancho, pobre ignorante? ¿Dónde viste tú
venta ni queso que dices? ¡Basta de predicar como un cura…! –se paró de pronto,
hinchando la vena que tiene al cuello más gruesa que las otras–. Es fortaleza
encantada, torreón de un amo de los de Alá, sin duda. ¡Anda al punto hasta el
castillo, que será morada de algún poderoso moro, tal es el lujo de esas
almenas, que llegando yo de aquí a poco, tengan puesta la mesa, y el mantel
extendido, por no recibir a un caballero andante de menor guisa que a señor
noble, o a gobernador de ínsula, o a príncipe de tierras lejanas…!
–No sé qué dice vuesa merced… –dije, con temor, ante
el soliloquio de don Quijote, por sacarle destas imaginaciones.
–Oyes solo lo que quieres, Sancho, como todos los
sordos… –volvióse mi señor hacia mí, con el puño blandido, amenazante, y diome
grandes voces porque me acercara a la malhadada venta–. ¡Anda, Sancho, ruin
escudero, y anuncia a tu señor…! Que así como tuvimos que derribar a los
gigantes que había, asimesmo hemos de tomar este castillo encantado si no nos
abren de grado la puerta. Y, quién sabe, Sancho, si tras sus muros gruesos no
estará mi señora Dulcinea, cautiva de este príncipe moro encantador de damas,
que si así fuera, yo la salvaría y desfaría el encantamiento, y quizá, si la
suerte nos sonríe, hasta le quitara el dominio y lo pusiera en tus manos, que
así serías gobernador del castillo, entretanto no alcancemos la ínsula que te
prometí…
Llegados a este trance, era tanta la locura de mi
señor y el temor de este escudero, que hasta mi jumento se espantó de sus
palabras, y salió de estampida dándome conmigo a tierra. Y, creyendo mi amo que
era fingimiento mío por no obedecer su mandamiento, descabalgó de Rocinante, y
a punto de caer al suelo estuvo si no le agarrara por la hoja de lata que tenía
de armadura, que más me valiera haber salido por piernas, porque, así se vio en
vertical, empezó mi señor a molerme en tantas partes de mi cuerpo que no lo
contara si no me cayera, entre verdad y doblez, y quedara extendida mi escasa
talla sobre el polvo del camino. Que, teniendo mi señor don Quijote por cierto
que habíame muerto de los palos, se tranquilizó de la ofuscación que llevaba, y
echóse al lado conmigo, y puso los ojos mirando al cielo, y habló como consigo
solo:
–Tienes, Sancho, la suerte en la cara, que si no te
creyera matado, yo mismo te llevaría a la Muerte con estas manos... Las pocas
mientes que tenías se van, paréceme a mí, agrandando cada día, y hasta eres más
alto que antes, si estos ojos no me engañan. Aunque pareces persona, eras bestia
para las cosas del entendimiento, y si simple cuando abandonamos la aldea para
recorrer el mundo y encontrar nuestro imperio y los prodigios que viste, y los
que veredes, agora no te tendría por menos que el cura, o algún bachiller,
tantas y tan maravillosas cosas aprendiste, que, cuando te dé, por fin, tu
ínsula, tendrás mucha más razón y comedimiento para su gobierno. ¿Es cierto
cuanto digo, Sancho, o ya lo soñé ayer?
Yo, que mucho temía mi respuesta, por no airar a mi
señor y que volviera de allí a poco a darme puñadas, tuve al final que
responder lo que supe, que ya mi pecho se agitaba de nuevo con la normal
respiración después de aguantarla cuanto más pude.
–Cierto es…
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...