viernes, 1 de octubre de 2010

El niño que fui

A veces sueño que soy de nuevo un crío. Estoy jugando en la calle a garbancito con mis vecinos. Como cada tarde a las cinco, tras salir del colegio, nos juntamos toda la panda y decidimos a qué toca jugar. A veces no es necesario decidirlo, porque solíamos tener los juegos distribuidos por días, incluso por horas. Me asombra ahora recordar tanta exactitud, esa planificación para unos niños de ocho o nueve años…

Ya no sé qué juego correspondía a cada día, pero no importa. Lo que ahora sueño es que jugamos. A todo, sin importarnos el mañana, que no existía entonces ni tampoco ahora. Sin temer a otra cosa que a la regañina de nuestros padres por volver tarde a casa. Era un tiempo en que los lebreles andábamos libremente por la calle, sustraidos al control parental que se dice ahora. También es verdad que entonces no pasaba nada, o casi. Eran los tiempos de El Lute y El Caso, y la gente podía pasear con tranquilidad por las calles de cualquier ciudad. No se había oído hablar de pederastia, ni de violencia de género, ni de cosas así. No es que no existieran, pero no se hablaba… Y así los chicos podíamos jugar libremente en la calle, de día y de noche, ocupando las horas sólo con juegos, y con las pocas cosas que en la tele había, eso quien tenía la gran suerte de que en su casa hubieran podido comprar una. En la mía sí. No en los primeros años del asunto, cuando mis hermanos mayores, junto con los demás chicos de la calle, se arremolinaban por las tardes delante de la ventana del comedor del Sr. Cabañas, el primero en el barrio en comprar un televisor, pero sí después. La recuerdo perfectamente: una Radiodina enorme como un cajón, con un volante para la UHF que nunca funcionaba, sólo una pantalla nevada. Y la carta de ajuste omnipresente. De vez en cuando una lámpara se fundía y mi hermano, el mayor, que era técnico, se encargaba de la reparación. Una tele que acompañó mi niñez y llegó hasta la adolescencia.

No jugábamos con chicas, por eso nunca aprendí a saltar a la comba, ni las reglas del Un, dos, tres, zapatito inglés, ni cosas así. Eran de mariquitas. En el barrio había dos colegios, uno de niñas y otro de niños, y una filial de I.N.B. Emilio Ferrari, a la que después fui. Y una escuela de formación profesional. Había de todo. Muchos niños, mucha alegría, mucha necesidad… Buena gente corriente.

Sueño, entonces, que nos juntamos cada tarde, a la salida del colegio, a jugar. Algunos días hay merienda, un cacho de pan untado con Nocilla, mi preferida. Otras veces es un pequeño bocadillo de chorizo, o de mantequilla… Pero siempre a jugar. Cuando tocaba civiles y ladrones era el momento más apasionante, porque implicaba un área extensa como campo de acción. Había que salir del barrio, y generalmente cruzábamos la carretera del cementerio hacia las huertas de los Ingleses. Eran años en los que no existía el cambio de hora, y en verano anochecía antes. A oscuras tratábamos de identificarnos para ganar.

A veces osábamos cruzar la carretera de Santander y enfrentarnos a los del Barrio España a pedradas. Una vez volví a casa descalabrado, pero no lloré. Y cuando jugábamos en la calle con un balón de plástico que era inofensivo pero con el que podíamos romper el cristal de alguna ventana. Cómo corríamos para que la vecina no nos pillara…

Otras veces, en verano, cuando las vacaciones, tocaba ir a jugar al fútbol al Carmen, una campiña cercana donde se conmemora a la Virgen del Carmen Extramuros, y hay ferias y todo. Jugábamos allí al balón y el Chato, como siempre, nunca acababa el partido, porque se cansaba antes. Estaba algo gordo. Se sentaba en un banco o se acercaba a la fuente junto a la iglesia para beber con avidez chorros de agua caliente. Solíamos terminar la jornada futbolera acercándonos a la puerta del cementerio, ya de noche, para espiar parejas. O a veces, cuando juntábamos suficiente valor, para llegar corriendo hasta la puerta y quedarnos allí, agarrando la verja metálica, el mayor tiempo posible sin morirnos de miedo. Qué temeridad…

Cuando jugábamos al rescate en la propia plaza del barrio era también uno de mis momentos preferidos. Se nos hacía de noche corriendo de un soportal al otro, cruzando la plaza y procurando no quedar. Me acuerdo de Marianín, mi mejor amigo entonces, y el gesto de cabeza que ahora nos hacemos para saludarnos las escasísimas veces en que coincidimos; de Goyito, que siempre estaba escupiendo a los demás niños y que se fue de emigrante a Suiza; de Carmelín, que un día me juraba fidelidad eterna como jefe de la panda que era yo y al día siguiente ya no me ajuntaba; de Angelín, a quien mató un coche hace doce años cuando salía del suyo para ayudar a otro que había tenido un accidente; de Medina, que siempre me podía y que además era de otra calle; del Chato, que se convirtió en camello y después en yonqui…

Sueños y recuerdos que se juntan en la trastienda de la realidad para desquiciar la mente con un juego imposible de hechuras, de acasos, de idas, momentos repletos de infancia, de manos cálidas que te sujetan, de imperceptibilidad de las cosas, de besos en la mejilla, de dulzura y sábanas frías de lienzo, de noches largas sin calefacción, de despertares jubilosos, de olores de mazapán en Navidad, del patio, donde mi padre partía leña para la lumbre, de la vigencia de todo y la ausencia de nada, de sueños, sólo sueños...

11 comentarios:

  1. Leyéndote uno reflexiona que tal vez una infancia feliz puede condicionarte doblemente: hacerte un adulto feliz o hacerte un adulto que siente una nostalgia metafísica de aquel tiempo irrecuperable. Yo tuve una infancia extremadamente dolorosa. Andaba ya en la calle a los cinco años. En mi barrio era así. No puedo sentir añoranza de aquel tiempo, el más terrible de mi vida, pero sí darme cuenta de que viví un Auschwitz personal que me dio un impulso hacia delante. Me interesa la infancia no como un tiempo perdido sino como un tiempo de lucha, de resistencia, de rebeldía, de ansia infinita de cariño... Veo mi infancia como luminosa dentro de la desolación. No volvería a ella. Pero me siento orgulloso del niño que fui. Eso me gusta. Tu texto es muy hermoso.

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  2. Nuestra infancia, nuestra niñez, dice mucho del adulto que seremos ... Supongo que el adulto que somos deja traslucir también el niño que fuimos.

    Me gusta mirar a mis alumnos, intentando atravesar su presente, y clavar mis pupilas en la persona en que se transfigurarán. Á menudo me parece que las aulas contienen una representación aproximada de los tipos de ser humano que se dan en la sociedad, y casi siempre encuentro el sensato, el brillante, el vividor, el sufriente, el voluntarioso, el honesto, el crítico, el optimista, el negativo, el líder, el tramposo ...

    Somos coetáneos, y mis recuerdos de infancia (para mí la verdadera infancia terminó a los nueve años) se parecen a los tuyos: horas de juegos y calle, frentes perladas de sudor, mejillas coloradas, subir y bajar mil veces los tres pisos de escaleras para beber agua, para coger la comba, para... pero también recuerdo la intensidad con que se sentía el dolor, la preocupación, el miedo. Los adultos tendemos a olvidar que esa intensidad era idéntica a la que nos embarga ahora, para bien o para mal, al enfrentarnos a nuestros sentimientos.

    Sé que me he ido por las ramas. Discúlpame.
    A mí me encanta repasar la película de mi infancia, de la que el olvido, magnánimo, se ha llevado la mitad que Serrat canta (o casi). Algún día quizá dé para una entrada de blog.

    Un abrazo, Javier.

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  3. ¡Lo que peor llevaba de aquellos años mozos era la distancia insalvable, planetaria, de las niñas! Y en una familia con solo hermanos, excuso decir que la mujer se acabó convirtiendo en algo así como lo absoluto... Mi pretexto para acercarme a ellas era ayudar a sus madres en lo que fuera menester: buscar agua, ir al súper, cambiar algún trasto de sitio, lo que fuera, y quizás de entonces, por cuestión estratégica, me quedó la atracción por las madres en vez de por las hijas, desde que me desarrollé, allá por los catorce...
    Gracias por darnos el pie para recuperar lo que seguimos siendo.

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  4. Un relato evocador, me recuerda pasajes de mi infancia que, aun siendo en una gran ciudad, las cosas eran las mismas: estrecheces y pocos recursos, ningún contacto con las chicas, frío y meriendas felices.

    Salud

    Francesc Cornadó

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  5. Tengo que reconocer, amigos, que me abrumáis. Se me amontona el trabajo. Uno no está acostumbrado a tantos comentarios, y además tan sentidos y seguidos. Por este cuaderno se pasan pocas pero, afortunadamente, buenas personas, entrañables ya algunas pese a la fría distancia de las teclas...

    En este fragmento de diario que compuse sufrí con cada palabra al rescatarla de la memoria, al traerla al frente como los soldados voluntarios que forman el pelotón de la muerte. Me emocionaba con cada párrafo aun inconcluso. Sufrí al releerlas y dudé, durante semanas, entre darlas a la luz o guardarlas para siempre en lo más profundo de la caverna onírica donde reposaban. Me pudo la vanidad y las publiqué, y habéis respondido. Os habéis sentido aludidos y eso me reconforta.

    El lenguaje empleado dista mucho del que suelo usar en la confección de la mayor parte de las entradas de este blog, que es sin duda más mordaz, más agresivo, más desencajado, incluso, cual si Poz mismo fuera. Aquí me volví transparente y liviano, frágil y etéreo. Me emocioné al escribirlo (¿ya lo he dicho?), y me ha emocionado leer vuestras aportaciones. No os contestaré individualmente, y tendréis que disculpar mi torpeza y vehemencia, pero, en estos momentos, os siento cerca. Aunque los niños suelen lloriquear, los hombres son capaces de llorar. También el niño que fui y al que me aferro desesperadamente.

    Gracias.
    Un cariñosísimo abrazo.

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  6. Eres muy afortunado por tener estos bellos recuerdos. Hay personas que no los han tenido nunca, y llevan una vida miserable. Y también hay personas que, aun disfrutando ahora de una vida más o menos acomodada, no gozaron en su infancia de experiencias similares a las tuyas; y nunca lo podrán hacer, evidentemente; y creo que te tendrían envidia por ello. Aunque la vida se nos tuerza en determinados momentos, siempre es un apoyo haberla disfrutado durante la infancia. El recordar que "cuando era niño las cosas eran diferentes" no nos debe entristecer, sino todo lo contrario. Y, por cierto, me alegra y he disfrutado particularmente con este tono de tu comentario, alejado del "encabronado" del que haces gala en la mayoría de las ocasiones. No digo que no sea necesario mostrar encabronamiento de vez en cuando, pero se agradece también este canto a lo bello y hermoso de la vida. Claro que cuando se es niño se suelen ver las cosas de distinta manera...

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  7. Requejo, la cosa se complica un poco cuando reparamos en que los recuerdos se "reconstruyen" en que son nuestros ojos de ahora los que ven a través de los del niño que miraba... Esto de recordar, y sobre todo el hecho de "apalabrarlo" no es una actividad sencilla, como una "contabilidad", sino una alquimia compleja de la que, a veces, se sale escaldado...

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  8. Feliz evocación, Javier. Plena de resonancias.
    Un abrazo.

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  9. Abrumado de nuevo, reconozco en vosotros a mis interlocutores. No entraré esta vez en polémicas a las que tan dado soy, aunque sólo sea porque los niños no discuten de cosas de mayores. Pero os reitero a todos, Joselu, Zim, Juan, Francesc, Requejo y Luis, así como a otros lectores, anónimos unos y otros no tanto, pero que preferís la amabilidad de no dejar vuestra huella, a todos, digo, mi más sincero agradecimiento. Me acabo de dar cuenta de que parece que estoy hablando en un funeral, y la niñez es justamente todo lo contrario: alegría, vida, explosión de risas y gritos...

    Gracias.

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  10. Es ciertamente muy hermoso. Quizás por hablar de los tiempos en los que hacemos las cosas como las sentimos, si darles demasiadas vueltas.

    Es fácil caer en el sentimentalismo cuando recordamos la infancia. Es fácil pretender saldar cuentas pendientes o aferrarnos a un recuerdo prístino. Más difícil es acercarse de nuevo a ella, a los recuerdos, libre de cargas, sin pleitos ni añoranzas, simplemente para gozar con lo vivido y tomar impulso.

    Un último comentario. A veces nos olvidamos de lo importante que fue la calle, el experimentar libres el mundo, para nosotros y los que nos precedieron. Esa es una de las mayores pérdidas de nuestro tiempo. Una de las peores herencias que les dejamos a nuestros hijos.

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  11. Oddiseis, te hago extensible el agradecimiento que manifesté a mis otros contertulios por tan amables palabras. Realmente sentí emoción al escribir este pequeño artículo. La sentí también al releerlo. Y me emociono igualmente con cada visita y con tu comentario, porque algo queda en nosotros de lo que un día fuimos, quizá la inocencia, o puede que la irresponsabilidad, pero algo que ahora ya no tenemos y nos duele. Acaso forjarnos como adolescentes en la calle, dura y ejemplar, y ahora perdida, como muy bien dices, tenga algo que ver en ello. En todo caso, creo que si un día fuimos, aún podemos ser.

    Un abrazo.

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...