sábado, 3 de enero de 2015

Cerrado por desahucio

No podía ni imaginar, cuando comencé a escribir en este cuaderno, que conocería a tantas personas inteligentes, que incluso intercambiaría con ellas opiniones, ideas, ilusiones, emociones… Han sido más de cinco años de pasión, pero, como parece y es inevitable, toda pasión conduce a la muerte. Ya es hora.

Me disculparán ustedes que me despida así, pero lo cierto es que pensé incluso en no hacerlo, y solo un último sentimiento de gratitud, unido a la educación de la que me reclamo deudor, me han impulsado, finalmente, a escribir estas últimas palabras de agradecimiento a todos cuantos me han soportado en estos años.

Les ruego que me perdonen si a alguien ofendí; si a alguno ignoré; si se sintieron airados, o desencantados; si esperaban más o algo distinto… Lo hice como mejor supe, pero ya es la hora…

Eso es todo, amigos.


martes, 9 de diciembre de 2014

La raza del asno de Sancho Panza

El escribidor ha escrito en este cuaderno varias entradas sobre El Quijote  (una, dos, y tres); o, mejor dicho, sobre su escudero, Sancho; o, mejor aún, sobre el burro de Sancho y su nombre. Pero, resulta que el asno de Sancho Panza no tiene nombre, como dejó el escribidor dicho, y no por decirlo él, sino porque así está escrito, es decir, no escrito, en las quijotescas páginas. No ha sido, en ningún momento, intención de este pobre escribidor plagiar, enmendar, glosar, criticar ni tergiversar la universal obra de Cervantes; entre otras cosas, porque carece de los conocimientos necesarios para ello, así como de la alevosía que sería preciso acumular. Le movió sencillamente cierta vaga idea de no sé qué aspiraciones literarias, y acaso una dosis no pequeña de ingenuidad, pero nunca, jamás, afán alguno de protagonismo, y mucho menos de mofa, como tampoco de transformación de la realidad vívida que El Quijote refleja, ya que, como mi buen amigo Juan Poz dijo en el cuaderno de Joselu, «Los seres de ficción son fuertes, porque no hay quien los modifique, y si alguno lo intenta (…), cae sobre él el descrédito y el desprecio universales». Y, no queriendo este escribidor semejante infamia sobre su persona y su pluma, dicho queda el desagravio que de sí mismo hace.

No entenderán quienes hasta aquí lleven leído a cuento de qué vienen estas palabras, pero hay una razón poderosa –y, ¿cuál no lo es?–, y es que al escribidor le resulta incomprensible saber por qué tantas personas se mueven por la inmensidad de la red buscando, más bien anhelando, una información sin duda trascendental para sus vidas: cómo se llamaba el burro de Sancho Panza.

Como resulta prácticamente imposible conocer el motivo de esa desaforada pesquisa entre los hispanoparlantes, tendrá el escribidor que contentarse pensando que la extendida lectura de la magna obra cervantina exonera a simples e ignaros de su auténtica comprensión. O será, quizá, que hay profesores de universidad por estos y aquellos países que fomentan su lectura proponiendo a los alumnos que indaguen acerca del nombre de tan afamado asno…

Dado el elevadísimo número de visitantes (aunque no se lo crean, más de la mitad del total, lo cual, por otra parte, hace que al escribidor le tiemble el pulso al escribir, y se ponga en su verdadero lugar, es decir, en ninguno) que acuden a este cuaderno atraídos por la remota posibilidad de saber, de una vez por todas, cómo se llamaba el burro de Sancho, creo que este pobre escribidor pasará a la historia –es un decir, claro– como el tipo que no bautizó al dichoso burro del escudero, de modo que, quizá, este blog debería cambiar el nombre y llamarse, en adelante, La raza del asno de Sancho Panza.

¿Qué más se puede decir?

sábado, 22 de noviembre de 2014

Se derrama el mar

Se derrama el mar
la sangre hace su recorrido
en los ojos.
Como lava, golpea
sus paredes.
Arden
mientras el mar crece
lapidando montañas.
Saltan en pedazos los acantilados.
Se derrama oscuro el mar...
Las aves suspendidas
en su vuelo, planean...
cansadas por su furia
de volar con húmedas alas,
caían
y el mar que
en sus olas
no quiso ahogarlas.
Se hizo al viento,
abandonó las playas;
en su rumor acarició
un lamento y a tiempo
se desterró.
Se llevó cadáveres;
se llevó en sus olas
la muerte
pero no a sus amadas aves.
Por sus gestos desmayados
sacrificó sus lágrimas,
y de sus aguas
extendió brazos de arena
donde reposar pudieran
sus alas
de belleza inmaculadas.

                                                Y. M. S.

sábado, 8 de noviembre de 2014

El hombre total

"Dado que se producen más individuos de los que pueden sobrevivir, tiene que haber en cada caso una lucha por la existencia, ya sea de un individuo con otro de su misma especie o con individuos de diferentes especies, ya sea con las condiciones físicas de la vida (...). Viendo que indudablemente se ha presentado variaciones útiles al hombre, ¿puede acaso dudarse de que de la misma manera aparezcan otras que sean útiles a los organismos vivos, en su grande y compleja batalla por la vida, en el transcurso de las generaciones? Si esto ocurre, ¿podemos dudar, recordando que nacen muchos más individuos de los que acaso pueden sobrevivir, que los individuos que tienen más ventaja, por ligera que sea, sobre otros tendrán más probabilidades de sobrevivir y reproducir su especie? Y al contrario, podemos estar seguros de que toda la variación perjudicial, por poco que lo sea, será rigurosamente eliminada. Esta conservación de las diferencias y variaciones favorables de los individuos y la destrucción de las que son perjudiciales es lo que yo he llamado selección natural".

“La selección natural es la base de todo el cambio evolutivo. Es el proceso a través del cual, los organismos mejor adaptados desplazan a los menos adaptados mediante la acumulación lenta de cambios genéticos favorables en la población a lo largo de las generaciones. Cuando la selección natural funciona sobre un número extremadamente grande de generaciones, puede dar lugar a la formación de la nueva especie”. 


Charles Darwin, El origen de las especies por medio de la selección natural (On the origin of species by means of natural selection), resumen de la teoría extractado del capítulo III. Lucha por la existencia, Londres 1859


De todos los seres vivos del planeta, el hombre constituye la especie sin duda menos evolucionada, menos acabada, incluso a pesar de su sofisticación, y, siendo puristas, deberíamos, entonces, hablar de selección artificial de las especies, contraviniendo así a Darwin, ya que ahora no sólo no sobreviven los más aptos o capaces sino que, por el contrario, éstos ven supeditada su propia supervivencia a las exigencias cada vez más acuciantes de los inadaptados, los inútiles o los tarados, convertidos en auténticos patógenos para el conjunto de la especie, lastrada así por una población infecunda e improductiva que la parasita insaciablemente. Pero sucede que el hombre, tal como lo definimos ahora, es un pobre remedo de lo que podría llegar a ser, de suerte que está, en términos administrativos, compulsado: concuerda con el original, pero no lo es.

Al principio la especie humana desarrolló la emotividad. Y no fue hasta más tarde que surgió la racionalidad, quizá para explicar esas emociones, quizá para modularlas. Hoy, tras millones de años de evolución, yerra quien sólo atiende a sus emociones, pero se equivoca aún más el que fundamenta todo en la razón. Séneca desconfiaba de los hombres racionales, él, que era razón misma. No se puede fiar la esencia que nos define al intelecto de forma exclusiva, sin dejarnos estorbar por unos sentimientos primitivos que nos otorgan credibilidad ante nosotros mismos. La razón, en sí, no es otra cosa que la adecuación de las emociones a la realidad que nos toca. Los sentidos nos ponen en contacto con el exterior, nos dan información valiosísima, que sólo la razón es capaz de comprender y estructurar. No podemos, tampoco, abandonarnos al mundo sensible, pues entonces no pasaríamos del simple estado de animalidad del que surgimos –y en el que, por cierto, parece estabulada gran parte de la humanidad.

Pero, si analizáramos todo ese caudal que los sentidos ponen a nuestra disposición desde una perspectiva estrictamente racional, estaríamos dejando de lado la perspectiva más cálida que poseemos, para desmenuzar la realidad de manera fría, desapasionada y aséptica, perdiendo, en el camino, la verdadera dimensión de nuestra vida. Ambas, razón y emoción, ejemplifican un formidable escudo que nos concede la naturaleza para prosperar. Deberíamos aprovecharlo…

domingo, 26 de octubre de 2014

Una enfermedad llamada pobreza

¿Se imaginan un mundo sin dolor, sin violencia, sin dinero… Bueno, pues desengáñense, porque ese mundo no existe. Ignoramos cómo son las cosas, sencillamente porque no nos interesa saberlo: se vive muy cómodamente en las tinieblas de nuestra mente, como perros estúpidos compitiendo con su propio rabo por un hueso…Porque, básicamente, nos alimentamos de lo que nos echan de comer. Porque no nos preocupa el conocimiento, sino la ignorancia. Porque no sabemos exigir la verdad. Porque quien sabe algo adquiere poder sobre ello. Porque este poder está reservado sólo a unos pocos, en tanto los demás nos conformamos con las sombras que a duras penas penetran en la caverna… Y, en definitiva, porque ese poder nos conoce bien, ya que nos ha conformado así. Hoy no es posible ya la revolución, y tiene razón Byung-Chun Han al afirmarlo con rotundidad, porque el poder ha evolucionado subrepticia pero inexorablemente, haciendo al individuo partícipe de la ilusión de libertad en vez de objeto de represión disciplinaria. Lo hace dueño de su destino pero esclavo de sí, responsable de su suerte y crítico autoempleador, de modo que el individuo, frustrado por el inevitable fracaso vital al que se ve abocado, ya no tiene nada en que volcar su ira, nadie contra quien dirigir su violencia. Nadie sino él mismo.

Las propias religiones se han encargado de fomentar y perpetuar estos principios disgregadores que dicotomizan el universo entero en «bueno» y «malo», en «ricos» y «pobres». Desde sus textos sagrados se exaltan los valores de la pobreza. Así, los pobres heredarán la tierra, nos dice el evangelio según San Mateo, aunque no nos dice qué harán, mientras tanto, los ricos… El Corán impone la obligatoriedad de dar limosna (zakat), pero también contempla la riqueza material como una bendición indicativa de virtud. El dinero y la religión constituyen, pues, dos armas terroríficas en manos del Poder, y me permitirán expresarlo mediante un sencillo pero ilustrativo diagrama:

Se empeñan algunos políticos y la mayor parte de la sociedad en luchar contra la pobreza, pero, ¿no sería mejor hacerlo contra la riqueza? Porque la pobreza no es una enfermedad, y por eso no tiene tratamiento médico. Para todos los demás, sean neuróticos, obesos, hipertensos o depresivos, hay pastillas, pero, para los pobres... Compartiendo la idea de que ser rico no es pecado, entre otras cosas porque el concepto en sí mismo debe restringirse al ámbito de la religión –y mejor haríamos, por otra parte, en reducir ésta al espacio de lo estrictamente privado-, y a riesgo de que los creyentes sí lo consideren como tal, desde mi panateísmo diré que ser rico debería estar tipificado como delito. Fiscal, obviamente.

Resulta abominable, incluso en este mundo absolutamente hedonista, que unos cuantos disfruten de una situación de privilegio respecto al resto, y me da igual si el sujeto en cuestión se llama emprendedor, rentista, rey, o sota de bastos. Sé que cuanto digo va en contra de los sagrados principios del sistema de libre mercado, aunque no defenderé aquí, tampoco, un reparto buenista e igualitario de los bienes sin ninguna otra consideración. La competitividad que propugna el supercapitalismo produce consecuencias catastróficas en todo el planeta. Es inmoral e injusto que unos pocos acaparen todos los recursos y exploten la pobreza en beneficio propio. Es inmoral el concepto de plusvalía. Es inmoral la propia economía. Y la Humanidad entera es culpable porque –al igual que los esclavos en Roma no cuestionaban el sistema esclavista por más que desearan la libertad– nadie, ni siquiera el más tonto de los pobres, desespera de ser rico algún día. Mientras tengamos dinero, tendremos miseria.

Tienen razón quienes afirman que no hay ya obreros en el mundo occidental sino amplias clases medias, pues solo somos esclavos del dinero, siervos de la estupidez, banales moscas en la octaviana telaraña. El trabajo en este sistema prostituye a los individuos –vende la puta su cuerpo; vende el político sus mentiras; el obrero vende su trabajo, el artista su obra y el intelectual su pensamiento–, ya que nadie desempeña su ocupación por el bien común, ni en aras del beneficio social, ni por cualquier otra encomiable razón, sino, exclusivamente, por dinero, para sobrevivir, en un mercenariado del que todos participamos. Ni siquiera –al menos la mayor parte de– quienes pululan en el ámbito de las ONG’s y los movimientos misioneros, tienen como verdadero y último objetivo el altruismo desinteresado, sino otro de signo bien contrario, egoísta, al fin, como el propio hombre, porque, si bien parece claro que el interés económico no los empuja, su motivo primordial es, lejos de la ayuda que puedan prestar y efectivamente prestan a sus semejantes, el íntimo y personal deseo de sentirse bien, un estar a gusto con uno mismo, un vivir consigo en paz.

Quizá, solo quizá, si el único patrón-valor fuera el trabajo, éste sería el verdadero fin y medio de lograr ese equilibrio social consistente en el bien común, por medio de la satisfacción que reporta lo bien hecho. No obstante, y aunque el resultado fuera, en efecto, indudablemente beneficioso para el conjunto de la sociedad, no dejaría de ser otra manifestación de egoísmo personal. ¿O no?


sábado, 4 de octubre de 2014

El tontismo

Mira que al escribidor no le hacen gracia los «ismos», ninguno, pero, ¿qué quieren ustedes? Cuando es a uno a quien se le escurre la brillante idea, pues hay que aceptarse tal cual uno es, con su pesada carga de desconocimiento incluida. Luego, después de un tiempo prudencial tras el alumbramiento, se pone uno a reflexionar –verbo insigne donde los haya, del que uno se declara simple aprendiz, y tan en desuso hoy–, y, claro, se da uno mismo cuenta de la tremenda tontería que ha alumbrado sin querer.

Me permitirán tan solo unas palabras para el simple desahogo, que no para el aleccionamiento ni predisposición de lector alguno. No se trata de diseccionar lo que de tonto tenemos, y que según Tomás de Aquino atiende a una variadísima tipología que el santo agrupa en un par de docenas de modelos, desde el incrédulo al tardo, pasando por el insipiente y el imbécil, por citar solo algunos ejemplos; no. Lo que uno quiere es dar testimonio, casi al modo ceremonial y litúrgico, del tontismo como forma de ser, de estar, de vivir y de padecernos los unos a los otros. No es ninguna filosofía, entonces; ni de un movimiento político hablamos, por más que así suene y hasta los trascienda; tampoco es una secta religiosa o argumental. El tontismo, aunque uno sospeche que tan tremenda cantidad de tontos ha devenido en ONG gubernamental para convertir a los cada vez más escasos notontos a la causa común de la estulticia transnacional, es, simplemente, eso que uno dijo: una manera de ser. Es más: la manera de ser.

Y no se escapa ni uno. Bueno, salvo, quizá, usted, esforzado lector, porque, entendiendo lo que uno dice, y analizándolo, comprende que el espejo no siempre devuelve la propia imagen, sino la de aquel que jamás quisimos ver, y que no es, al cabo, más que uno dentro de otro, es decir, que es mediodía y que el Invitado nietzschiano, por fin, llegó.

Será que me sale el tonto que todos llevamos dentro...


domingo, 21 de septiembre de 2014

La historia virtual (y viral)

A estas alturas de la vida, debería uno tener claro que las cosas son como son. Pero siempre hay motivo para rebelarse, sobre todo cuando se leen, y oyen, bobadas tan grandes que dan ganas de ahorcarse en cualquier baño público. No me cabe duda de que el hombre está perfectamente adaptado, en lo genético, al entorno; pero cosa distinta es la inserción social de la especie, por más que nos asombremos al mirar alrededor y ver cómo crecen las ciudades y proliferan todo tipo de asociaciones: al final, solo cuenta quién tiene la garrota más grande.

Da pena ver cómo cualquier estupidez que a cualquier necio se le ocurre, se transforma casi de inmediato en una estupidez mayor, global y motivo de asentimiento general, con un enorme balido como telón de fondo. Hoy, cuando la información es tanta y tan al alcance de cualquiera, lo cual debería ser entendido como un privilegio democrático, no es menos cierto que los libros son solo para las personas; los demás, nos conformamos con que nos echen de comer.

Porque decir algo, sea o no inventado, o tomar noticias de rumores o del viento, o de la tradición más bienintencionada, y que se convierta en cosa hecha, acerbo de la historia de los pueblos para siempre jamás, es todo uno. Cosa distinta es demostrarlo. Método científico. Y la historia, como cualquier otra ciencia –incluida, según voy creyendo, la ciencia ficción–, está sometida a él (al método científico, me refiero). De modo que una cosa es inventar la historia, a lo que son muy aficionados los políticos que se deben a sus electores –ya sea por intereses económicos, patrioteros, nacionalistos, o todos ellos–, y los tontos de baba que pretenden deformar los hechos acaecidos sin percatarse de que, tras ellos, por suerte, hay personas que se ocupan de comprobar si realmente sucedieron como algunos los cuentan.

La historia, la real, la que encuentra respaldo y razón en los documentos estudiados por los profesionales que se ocupan con rigor de ellos, puede gustar o no, puede coincidir, más o menos, con los intereses espurios, o legítimos, de quien quiera que sea, pero es la que es (cosa distinta es que siempre, siempre, pueda ser sometida a interpretación), porque se fundamenta en la objetividad y/o imparcialidad de quienes analizan y estudian las fuentes. Se argüirá, por otro lado, que estos sujetos también pueden estar sometidos a todo tipo de presiones, intereses o preferencias, y será cierto, por supuesto. Pero las fuentes existen con independencia de nuestros gustos o predilecciones, y aunque uno o varios de los investigadores pretendan arrimar el ascua a su sardina, los demás estarán vigilantes para preservar el rigor científico, que no mortis, de los documentos.

No es la historia ciencia exacta, por supuesto, pero es ciencia. Y, como tal, al ámbito de lo científico se remite. Y lo que está comprobado porque así figura en las fuentes y en ello se manifiestan de acuerdo los historiadores, no es rumor, ni superstición, ni teoría: es historia. Sucede, también, que es muy difícil digerir determinados datos o acontecimientos que uno daba por sentado y que han venido a ser expuestos ahora, verbigracia el método científico de marras, desde su verdadera dimensión, la real, la más digna de crédito porque así lo dicen los documentos, las fuentes, que rara vez mienten aunque alguno así lo pretenda. Porque ahora, con la distancia desapasionada que nos dan los años y el método científico, pueden estudiarse tales fuentes desde una perspectiva rigurosa y no banderiza. Más difícil es, sin duda, garantizar ese rigor cuando lo que se dilucida es la historia reciente, nuestra historia, porque entonces pesan aún, y mucho, factores ideológicos y emocionales que enturbian el entendimiento y distorsionan los hechos hasta retorcerlos para que se dobleguen a nuestras aspiraciones.