miércoles, 26 de enero de 2011

La normalización de la estupidez

Cuando hace unos días me preguntaron si era tonto por no saber de qué se estaba hablando al referirse mis interlocutores a cierto programa de la telemierda, me quedé mirando con fijeza al preguntador y le contesté: «lo normal». Y es que para todo hay una medida. A ver, si no, cómo sabríamos cuándo parar de comer, porque a los burros se les pesa la alfalfa, pero nosotros…

En todos los órdenes de la vida –excepto en la estulticia, pensaba un servidor– coincidimos los hombres en dotarnos de valores tenidos por homogéneos por una gran mayoría de nosotros. Ello es así porque de otro modo no sería posible entendernos. Estaríamos en Babia, o en Babel, que tanto da. Imaginen que a lo que todo el mundo llama mesa, no sólo por reconocer su forma y funcionalidad, sino porque así se tiene por normal, viene uno y le da por llamarlo silla, cosa improbable, pero, imagínenselo. Y si a ese tipo le secundan, por aquello de las modas, otros tantos tan imbéciles como él, pues ya me dirán… Esto, que gracias a eso que llamamos sentido común, no sucede más que de forma esporádica verbigracia de algún alucinado, no arraiga en nuestros inconscientes porque crecemos sabiendo y definiendo el mundo sensible que nos rodea. Usamos el lenguaje para nombrar las cosas que habitualmente vemos, e incluso las ocultas. Actuamos así por convención directa.

De modo que lo que a primera vista puede parecernos raro, o que no encaja en nuestro esquema predefinido y configurado a lo largo de la vida, es todo aquello que se sale de lo convencional y se mueve en la marginalidad. Es todo aquello que no es normal. Los patrones de la normalidad están hoy bastante bien definidos con respecto a prácticamente todos los aspectos imaginables. Únicamente escapan a esta normalidad ciertas extravagancias, que algunos bienintencionados denominan artísticas o culturales. Pero, salvo eso, todo lo demás es perfectamente controlable.

Aquello que nuestra mente detecta como fuera de los parámetros lógicos y convencionales que admitimos como normales, sin que podamos atribuirlo a causas distintas en su concepción, es automáticamente calificado como anormal. Así, es anormal el pollo que nace con dos cabezas. Son anormales los negros que padecen albinismo y por ello son estigmatizados. Es anormal la moneda cuyo cuño falló al golpear el cospel y le dotó de una marca o señal específica y no prevista. Podrían citarse innumerables ejemplos por todos conocidos.

Pero, incluso dentro de la anormalidad primigenia, pueden darse circunstancias que homogenicen de tal forma la casuística que se genere un nuevo ciclo de normalidad del que participan todos esos factores discordantes. Un ejemplo concreto puede ser el de los individuos con acondroplasia, que si bien difieren del patrón humano tenido por común, siendo por tanto anormales, llegan a formar, en función de su número, un nuevo modelo homogéneo dentro de sus peculiares características, de modo que su anomalía da como resultado la constitución de una nueva tipología humana, la de los enanos, o, siendo correctos para no herir sensibilidades, personas de talla baja. El mundo está lleno de este tipo de anomalías, que derivan en nuevos convencionalismos.

Establecidos de tal manera los límites y las definiciones propias de lo que todos tenemos por normal respecto a la mayor parte de las cosas, no podía dejar de vincularse a tales planteamientos la propia estupidez humana, cuya nota más identificativa no es sino su progresiva normalización, una normalización que va de la mano de su extensión –personalmente prefiero el término contaminación– a todos los aspectos de la vida. Y no me estoy refiriendo precisamente al cretinismo, al autismo ni a ninguna otra de las patologías intelectuales que desgraciadamente padecen algunas personas, ya sea por causas genéticas o funcionales. NO. Aludo a esa forma peculiar de ser que tenemos, unos más y otros menos, y que nos convierte en general en tontos, en su amplia gama y variedad.

Sus causas, que no son genéticas sino que más bien atienden a esa contaminación que señalaba, derivan todas de la propia estupidez que nos caracteriza como especie dominante, pero cuyos síntomas se han agudizado en los últimos decenios, justo desde que tenemos al alcance de la mano el mando de mandar. El sistema consumista nopensante en el que nacemos y nos (sub)desarrollamos propicia la génesis de la desconexión neuronal más básica, aquella que nos dice cómo sobrevivir con éxito, de modo que en la actualidad el hombre, pese a ser tan prolífico, está en verdadero peligro de extinción.

No obstante, y dado que se ha creado también en este sentido un nuevo biotipo, el del tonto, no tenemos más remedio que aceptarlo entre nosotros en atención a su extensión-contaminación, a su creciente número y a que, en definitiva, es portador de un nuevo (no)pensamiento que da como resultado su normalización. Ya no vemos tan raro ni tan mal que alguien –prácticamente todo el mundo– sea un poco tonto. Se ha convertido en algo normal.

6 comentarios:

  1. Es difícil asegurar si somos más tontos que hace veinte años por ejemplo, en el sentido de esa estulticia que se va generalizando y se va socializando en tu interpretación. Lo cierto es que vivimos de otra manera que yo percibo menos rica en un sentido y más rica en otro. Creo que el problema es que vivimos en un estado de saturación de mensajes de todo tipo. No podemos procesar tanta información, la mayor parte absolutamente prescindible e inútil. Creo que es cierto que lo accesorio, lo absolutamente irrisorio, ha llegado a ocupar un centro que antes no le correspondía. Se tendía a marginar lo vulgar y la ignorancia. Ahora marcan tendencia y son el eje de la actualidad, de la moda, de los discursos políticos. Por otro lado, pienso que hay también una resistencia importante frente a esto, y que un sector ofrece resistencia a ser engullido por la estupidez. Allá cada cual dónde está. Saludos.

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    1. 29 de enero de 2011)

      Creo, Joselu, que siempre hay una parte de la sociedad que permanece al margen de los agresivos mensajes que condicionan el devenir de la mayoría. Unos individuos que, da igual la época, mantienen un criterio sensato acerca de la vida y su relevancia. Mientras, el común de las gentes, eso que llamamos masas, se deja arrastrar por lo fácil, lo que no cuesta esfuerzo, la permisividad, la atonía... Lo que ocurre hoy es que estas actitudes tan alienadoras de la personalidad se reproducen, gracias a la velocidad a la que gira el planeta, incesante y rápidamente, llegando en tiempo real a todas partes del mundo. De ahí que la estupidez parezca ahora más arraigada entre nosotros que antes, cuando las comunicaciones eran infinitamente peores o, simplemente, no existían.

      Coincidiendo contigo, antes como ahora, que cada uno elija, si puede, a que lado quiere estar.

      Un abrazo.

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  2. Pues yo me declaro enajenado con todos los pronunciamientos favorables, y hasta casi me envanezco de serlo. Tonto no, ves. Siempre me ha parecido que el tonto, el memo, el bobo, el meapilas, el chichinabo o el lerdo nada tenían que ver conmigo, y he huido siempre del más mínimo contacto con ellos. Me repelen tanto como a Gulliver los yahoos. Tampoco me interesa como fenómeno analizable. Y reconozco que meterse en la piel del tonto constituye un ejercicio de creación dificilísimo, porque se requiere una empatía con la inanidad que no está al alcance de todos los creadores.
    La locura, frente a la tontería es algo así como la espiritualidad frente a la religión. La locura siempre me ha interesado; la tontería, jamás.

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    1. (29 de enero de 2011)

      Ay, Juan, si fuera tan fácil como decir: paso. Sin embargo, la estupidez se ha convertido, usando el estúpido lenguaje de moda, en transversal, impregna todos los estamentos sociales, todos los grupos, todos los países, todas las culturas, casi todos los individuos, metamorfoseándolos en sujetos. De ahí el posible interés que reviste su análisis, su disección, no tanto por saber cómo es un tonto por dentro (así eliminamos la empatía) cuanto por llegar a comprender el proceso que le ha llevado a la estupidez.

      Siempre he pensado que se es tonto o no se es. No me parece que sea un asunto mensurable, compendiable o graduable. No se puede ser, aunque lo señale en el artículo, un poco tonto. En cambio, la locura a la que te refieres, que también es mucho más de mi agrado, sí que me parece medible, siquiera sea en su vertiente no patológica. En fin, debermos conformarnos con lo que hay, esperando inventar algo nuevo...

      Un abrazo.

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  3. Bueno, esto de la tontez, estupidez o memez es una cosa bastante relativa doctos señores...
    Tan transversal es, que todos pensamos que los demás son tontos, a diferencia de nosostros mismos, que no lo somos (por supuesto).
    Hace tiempo que a mi me llamaron tonta e ignorante por haber "escogido estudiar empresariales en vez que una carrera de letras que es donde verdaderamente reside la sabiduría...".
    Y aunque no esté del todo de acuerdo y cada vez se demuestre más que los economistas no valemos para demasiado en estos tiempos que corren ( por otra parte, parece que todo el mundo ahora sabe de economía y de finanzas), ahí sigo, en mi torpe e ignorante vida, metida en la piel de un lerdo, aunque no siento que sea tan difícil (como dice J.P.)...

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    1. En efecto, Oki, nada tan relativo y subjetivo que abundar en nuestra misma mismidad. Pero no te preocupes, porque, por mucho que otros digan que uno es tonto, está demostrado que nadie lo es hasta que se comprueba lo contrario. O, como dijo Forrest Gump, tonto es el que hace tonterías.

      Un abrazo

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...