domingo, 3 de abril de 2011

Un mecanismo perverso

Hay dos variables unívocas e inequívocas en el desarrollo de las sociedades humanas a lo largo de la Historia: economía y religión. Cual pandemia, se extendieron por contacto desde sus originarios focos, contaminando a su alrededor a todo grupo humano. No obstante, en realidad la religión no precisaría de este mecanismo transmisor, ya que, al parecer, eclosiona de forma espontánea en cualquier sociedad, grupo tribal o ayuntamiento de seres. De ello hablaremos otro día.

¿Alguna vez se han preguntado quién inventó el dinero, o cómo se fabrica o quién lo controla?

La zanahoria pecuniaria nos es ofrecida como premio al esfuerzo y la ambición, dicen, y logra que el mundo se mueva, pero más por la codicia y el egoísmo que por factores de superación personal. Los medios de coerción social y sometimiento eran antaño la religión y la propia idea del poder de ella dimanante, y hoy la democracia excluyente y el dinero.

El dinero es el motor del sistema capitalista, pero, curiosamente, también de los regímenes socialistas que han existido y existen. Quizá resulte complicado determinar el mecanismo exacto que hace funcionar al capitalismo, pero sin duda se desarrolla y adquiere vigor al amparo del egoísmo y la ambición del hombre, al conferir a cada individuo la potestad de la propiedad privada para así sujetarlo mediante el sentimiento de responsabilidad que acarrea la tenencia de un bien en exclusividad.

El dinero no sólo no es salvoconducto para la felicidad sino que es una garantía excepcional en el origen de la desgracia de las gentes: de quienes lo tienen porque la ambición les obliga a estar continuamente en tensión y alerta para conservarlo y/o incrementarlo; de quienes no, por la miseria moral a que se ven sometidos para conseguirlo.

Decía Herodoto que los lidios, cuyo reino se situaba a orillas del mar Egeo, en Asia Menor (actual Turquía), donde habían constituido un emporio comercial desde el que las caravanas partían hacia Oriente, fueron los primeros de que se tiene noticia, allá por el 800 a.C., en acuñar monedas de oro y plata con un peso determinado y los símbolos oficiales, convirtiéndose así en patrón de cambio comúnmente admitido por todos los pueblos que comerciaban con ellos.

Nos cuenta Licurgo que en la antigua Esparta el dinero era el óbolo de hierro, que además conservaba su forma originaria alargada, como una varilla (obeloi), en lugar de la moneda redondeada y de plata en que se había convertido en el resto del mundo griego. Ello era así para alejar de los espartanos la ambición por las riquezas y ahuyentar al mismo tiempo a los codiciosos extranjeros, de modo que si alguien quería comprar una medida de trigo debía entregar a cambio una carreta de hierro que precisaba de dos bueyes para moverla. Al final Esparta sucumbió porque los romanos eran muchos, pero fueron los últimos griegos en resistir.

En el Lacio arcaico, cuando los romanos aún no sabían que lo eran, el valor de las cosas se medía en ganado, pecus, de donde pecunia = dinero, binomio que nos hace a todos tratantes.

Pero el dinero, abstracción hecha de su valor convencional de mercado, carece de eficacia de cambio en tanto producto material del trabajo del individuo. Y no me estoy refiriendo al trueque ni al revisionismo marxista, sino a evidencias palmarias. La única cosa realmente imprescindible para el progreso de la Humanidad es el trabajo, el esfuerzo colectivo, del que algunos se han apropiado desde el inicio de los tiempos, exprimiendo el sudor para destilar monedas con las que enriquecerse el rico y empobrecer al pobre. Sucede que ese trabajo se desvirtúa en aras de la productividad, la plusvalía y la eficiencia, convirtiéndose su manipulación en un mecanismo genuinamente diferenciador de la sociedad. Se concede más valor al trabajo de un arquitecto que al de un albañil, y ello sólo en función del número –otra vez los dichosos números–, porque a la inflación de albañiles se contrapone la relativa escasez de arquitectos, y eso, unido al tiempo empleado en formar a unos y otros, determina finalmente la diferenciación evidente en clases, sectores o grupos sociales segregados, asignando a cada uno un cometido específico que lleva aparejado un valor, y por consiguiente un salario, también distinto. Pero, ¿es realmente más importante un arquitecto que un albañil en la construcción de un edificio? Y, si así es, ¿tanto como para establecer esa desigualdad social y económica?

Todo individuo necesita comer, sea amo o esclavo, trabaje o no, se le retribuya o no. Eso, que bien aprendieron quienes inventaron la moneda, es sustento y principio de todo el entramado posterior que, perpetuado hasta hoy, tiene en el paradigma trabajo-dinero, con toda una infinita gama de gradación, su máximo exponente. No hizo falta que llegaran los capitalistas en los albores de la Revolución Industrial para apropiarse del fruto del trabajo de la masa proletaria, pues era una misión en la que ya existía una vasta experiencia. El capitalismo, eso sí, lo llevó a su máxima expresión, perfeccionando el sistema hasta cotas de excelencia. El trabajo de un individuo vale lo que se le pague por hacerlo, cantidad que, desde luego, atiende a los valores de mercado, siendo, por consiguiente, completamente arbitraria –es decir, sometida al mercado. Para que esto dejara de ser así sería preciso terminar con el reinado del dinero como patrón de referencia. Es más, sería necesario liquidar la misma economía, en tanto ciencia y sistema. Incluso habría que replantearse el propio modelo social que nos ampara y representa. Pero, superados esos pequeños inconvenientes, estaríamos encantados de poder decir: hagamos que el patrón-valor sea, pues, el trabajo.

Pero esto, que parece sin más una utopía, realmente lo es, porque el mensaje que se filtra al común de la sociedad es otro muy distinto. Prospera por doquier la ambivalencia económico-política, un contradictorio esperpento que, a la vez que siembra la incertidumbre, ese mal que nos atenaza, ofrece la ilusión de un mundo mejor, más próspero y satisfactorio: para conseguirlo sólo es necesario trabajar más por menos, ya que el continuo incremento del valor de las cosas es condición indispensable para el entramado financiero. Sucede, así, que incluso los más simples se aventuran a opinar y satisfechos auguran lo aburrido que sería un mundo sin dinero. Seres que en su cabeza no tienen más patrimonio que los pelos, se encuentran capacitados para solventar, de un manotazo, todo el complejo mundo de las utopías humanas.

Saben los de la chistera que el miedo es la mejor arma que tienen a su disposición. El miedo de las masas, se entiende. La gente le tiene miedo a prácticamente todo, no sólo a lo que se mueve, sino a todo. El poder siembra el miedo y la preocupación para hacer buenos los peores vaticinios. Propagan rumores, diatribas, infundios incluso, todo con la finalidad de asustar a las masas y de prepararlas para lo que pueda venir –que ellos ya saben perfectamente qué es porque son quienes lo inventan, alimentan y echan a la caldera en la que se recuece la Humanidad.

3 comentarios:

  1. Que el patrón-valor sea el trabajo es ciertamente una utopía y es cierto que el trabajo conduce al progreso y que por este motivo debería ser tomado como patrón. Pero visto el desaguisado en el que nos han metido y presagiando lo que se avecina, prefiero plantear la subversión de todo y postular que el progreso no sirve para nada. El progreso es la marcha del ser humano hacia un futuro mejor. Bien pues, debemos sospechar que este mundo mejor no ha de llegar jamás, en todo caso bambalinas y candilejas de colores, i-pad, i-pod, i-phon y tanto aparatejo inútil.
    El progreso no conduce al futuro mejor. En este convencimiento está la subversión. El mundo, la vida del hombre, la realidad entera no son más que materia, contingencias de la materia a las que la razón humana intenta, en vano, dar sentido. El progreso es el anhelo de este viaje hacia la nada. La historia del hombre no es la crónica de su liberación. El ser humano, con todo su progreso, no se ha liberado de la animalidad, poco a poco ha ido perfeccionando la barbarie. La liberación que nos ha de proporcionar el progreso es una vana ilusión. Con el invento del fuego, de la cesárea, de la rueda o de las centrales nucleares la condición humana se mantiene inalterable.
    No nos dejemos llevar por los falsos destellos del progreso y no hagamos como Sísifo, ir llevando la roca hasta la cumbre, caída y después volver a empezar; denostemos también el valor del trabajo y ha hacer puñetas esfuerzo y el progreso con todas sus lucecitas rutilantes.

    Salud
    Francesc Cornadó

    ResponderEliminar
  2. Francesc, me dejas más desazonado de lo que ya estaba como integrante de la humana especie. Ni siquiera el trabajo puede servirnos de guía... ¿qué queda, entonces? Si no es posible valorar el aporte de cada uno de nosotros al bien social común en función del esfuerzo que nos supone movernos para hacer cosas, ¿qué hacer? Quizá podríamos regresar a las cavernas (salir de una, la grande, en la que habitamos, para regresar físicamente a las otras, más pequeñas y mucho menos confortables), pero incluso así, no tardaría alguien en erigirse jefe a fuerza de mamporros, y rápidamente otro se pondría a su lado aduciendo que conoce el movimiento de la Luna y el remedio contra las almorranas. Y ya tendríamos de nuevo montado el chiringuito social, que poco más o menos así empezó todo...

    No sé, no sé, difícil dilema, hacer algo o no hacerlo, estarse quieto y dejar que otros lo hagan o moverse. El trabajo conduce al progreso perverso, pero el mal trabajo, el mal organizado, el mal dirigido. Quiero creer que existe otra vía, otras condiciones, pero a lo peor me equivoco, lo cual no sería raro... En todo caso, haremos lo que sea preciso hacer, o simplemente no haremos nada.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. Nos quedan, Javier, muy pocas cosas: el amor filial, los clásicos (Grecia y Roma, no muchos más), los macarrones, Mozart, la escultura griega y para de contar.
    Insisto en que poco espero del progreso y que hasta aquí todo ha sido barbarie e insisto en lo de los macarrones y la belleza.
    Salud

    ResponderEliminar

Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...