jueves, 21 de julio de 2011

Propiedad, respeto, y otras boberías

Cada día, cabizbajo y meditabundo desde el fondo del autobús que me transporta inexorable hasta mi puesto de trabajo, atisbo por el cristal lamigoso los primeros y tímidos rayos de luz, y reflexiono, siempre a la misma hora, sobre el significado real de un cartel que asiste, crucificado en el muro de su tormento, al paso del tiempo, indiferente a todo y a sí mismo.

En este lapso estival, vacío, durante el cual casi nadie escribe y muy pocos leen, me asalta, día tras día, la misma lacónica, exasperante y martirizadora idea: ¿pensar? Así que, armado de todas las teclas y de algunos –pocos– ánimos, me dejo llevar por lo superfluo, por el acontecer de la epidermis cerebral cuna de mis escasas nociones –acaso ninguna–, ajenas a qué pueda rumiarse más adentro, medialmente, desconocedoras de lo interior que nos devora, y sólo atentas a lo inmediato, pues rapidez e insustancialidad es la tónica del presente, de este presente. Y escribo.

«Propiedad privada. Respétela». Talmente reza el cartel atornillado a la pared de un edificio de buena pinta, sólido, sin locales, con amplios espacios interiores en la parcela sobre la que se yergue, desafiante al mundo y orgulloso de su aparente riqueza, con césped bien cuidado, zona de juegos infantiles, piscina y árboles frondosos. Sin duda a los propietarios de sus pocos pisos debe de costarles un buen dinero el mantenimiento de semejante infraestructura. En principio podría uno pensar que el mensaje del letrero va dirigido a los propios dueños de las viviendas. Pero, tras un examen más pormenorizado, puede colegirse que la advertencia es para los demás, los de afuera. El emplazamiento del cartel, sobre uno de los muros exteriores del edificio que está a ras de acera (pública, en este caso), así me lo permitió deducir, tras mucho tiempo discutiéndolo con el hombre que va conmigo. Para los propietarios de vivienda en tan estupenda finca hay otros carteles, estos sí, colocados en el interior de la parcela común. Lo típico: prohibido jugar a la pelota, ensuciar, bañarse sin gorro y, por supuesto, que los chuchos hagan sus cosas, faltaría más.

Como no hay nada mejor en qué pensar durante el aburrido trayecto al trabajo, le da a uno por darle vueltas al dichoso cartel. Y en sus calenturientas divagaciones, va y se monta uno una teoría acojonante sobre el capital. Sin fundamento alguno, es evidente a poco que se posea la inteligencia necesaria para aprobar la ESO, pero, aun así, digna de mención, por lo que trataré de resumirla someramente para no cansarles a ustedes más de lo estrictamente necesario. Eso, si no lo están ya a estas alturas. En fin… con su permiso.

En primer lugar, es decir, antes de nada, ¿qué es eso de propiedad privada? No pretendo ahora echar mano de recursos demagógicos al estilo adamsmithiano, o en la más purista interpretación del marxismo moderado, pero, creo, podemos llegar a un punto de encuentro. Si se entiende por propiedad privada aquello que es privativo de uno, entonces se opone frontalmente al concepto de público en el sentido que damos a este término de cualquier cosa participada por todos, incluido el Estado. Lo privado y lo público adquieren así carácter antagónico, pero, ¿complementario? En un sistema de únicas realidades privativas, no habría lugar para ningún espacio público, de donde se deduce fácilmente que no existiría ley ni derecho común que a todos amparara, pues se dirimiría la legitimidad de cada uno como mejor pudiera, es decir, por la fuerza. En ese supuesto, nos acercaríamos peligrosamente al lugar de donde surgimos: la selva, donde cada uno, en virtud de su mejor derecho a lo suyo, lo hace valer como más le conviene, siempre que no entre en contradicción, quiero decir, en competencia, con el derecho del otro.

Tanta tontería para no llegar, al final, a sitio alguno, porque tal sistema es, en la práctica, insostenible por incongruente, al derivar el sagrado derecho a la propiedad privada en una simple anarquía donde cada uno se distribuye a gusto en función de su fuerza.

Después debemos considerar el significado del término respeto. ¿En relación con qué?, me pregunté y se preguntarán ustedes, que son, al fin y al cabo, mucho más espabilados que uno. Se me ocurrió, inicialmente, que lo del respeto debía ser algo sumo, así como una verdad incontrovertible sobre la misma existencia humana, un valor superior de referencia al cual remitirnos siempre en caso de disputa legal, moral o sustancial. Y quizá así mismo lo entiendan la mayor parte de los mortales. Pero luego, dándole alguna vuelta, pensé lo contrario. Si el respeto es una categoría de comportamiento moral, ¿cómo defenderla de quienes tratan de apropiarse de ella para sus propios intereses privativos? El cartel pedía respeto para la propiedad privada de los propietarios. Cualquiera que pase por allí puede leerlo y entenderlo. Pero, ¿es necesario pedir lo obvio, ya que el respeto es un valor supremo de nuestra vida en sociedad? ¿O sólo es imprescindible exigirlo expresamente para lo privado? Si es este último caso, a su vez puede ser debido a dos posibles causas, digo yo: primero, porque, ya que lo público no es respetado prácticamente por nadie, se hace preciso imponer tal consideración a lo privado para salvarlo del vandalismo del populacho, tan poco o nada dado a respetar lo público; y segundo, porque, no importándole a los propietarios privados otra cosa que su propiedad, esgrimen la misma como un derecho ancestral (tan antiguo, al menos, como el propio origen del capitalismo) que los demás deben reconocer y respetar. Los demás somos todos quienes nos encontramos fuera de esa comunidad de propietarios, obviamente. Considero que esta segunda opción es más alevosa que la primera, porque se hace gala de un total y absoluto desprecio de lo público, que es de todos, en aras de lo privado, que es de unos pocos.

Redundo en esta recalcitrante idea y examino, ahora, alentado por el cuñado de López, que me ampara y cobija moralmente, los letreros de menor tamaño pero no menos importantes. Esos letreros que están dirigidos a los propietarios de su propiedad privada. Prohibido ensuciar el césped, prohibido jugar a la pelota y prohibido evacuar las mascotas sus cositas. Será por eso que estos propietarios de su propiedad no dudan, con sus carteles por escudo, protegidos por las leyes que protegen la propiedad privada de ellos, ensuciar el césped público, jugar a la pelota (sus niños y ellos mismos) golpeando las paredes de las casas de los demás (que por lo visto carecen del derecho a la propiedad privada que a ellos sí les asiste), y, pese a tener metros y metros de fresca y jugosa hierba en su propiedad privada, pasear a sus perritos por el césped público por si les viene la gana, a los pobres animalillos.

Si no me han hecho caso alguno, que es lo deseable y natural, tampoco les importará, ya, que me despida con el deseo, que no ley, de que ojalá la única propiedad privada privativa de cada uno fuera la dignidad individual, esa sí, santuario inexpugnable ante tontos del haba, nuevos ricos y otros animales. Sin carteles ni nada. Y el caso es que no soy comunista... pero, claro, tampoco tengo chistera… no sé. Bueno. Puntos suspensivos.

4 comentarios:

  1. Prefiero los carteles que exigen que se respete la propiedad pública, porque su existencia denota que andamos bastante atras en la formación de una sociedad cívica, que sabe respetar lo de todos, y cuidarlo y aun hasta mejorarlo. Cuando se trabaja en una escuela pública, como es mi caso, se asiste con infinito dolor al desprecio con que los alumnos incívicos malean las cosas de todos precisamente por esa razón. ¡Y ya les puedes sermonear con lo del esfuerzo fiscal para que ellos puedan disfrutar de esos bienes, y con la necesidad consiguiente de que los cuiden para generaciones venideras! La corrupción política no es sino esa tendencia incívica de cada hijo de vecino llevada al extremo y donde parece (sobornos en metálico) que nada se maltrata, que ningún bien se destroza.
    Por otro lado, Javier, que llevamos dentro un instinto de propiedad, o llamalo como quieras, me parece evidente. ¡Lo feliz que es uno con "lo suyo", sea lo que sea, cuando es algo que le llena! Feliz soy yo con mi biblioteca, y aunque no me importa compartirla, no soportaría no poder disponer libremmente de mis libros y hacer las anotaciones que me dé la real gana.
    Que no pases calor.

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  2. Sí, Juan, es un verdadero lío. Casi un galimatías. ¿Cómo conciliar lo público y lo privado sin perder el sentido del honor, por un lado, y la conciencia social, por otro? Tremendo dilema, ya que cargamos, como especie, con la suerte de la colaboración, pero, como individuos, con el estigma de la posesión.

    Que aceptes compartir tus propiedades te ensalza, pero ¿somos tan complacientes con todas nuestras pertenencias? Claro que no. Lo contrario sería como toser sin ganas o mear hacia arriba (aunque seguro que alguno lo hace). Por eso debe existir un espacio donde confraternicen ambos extremos, donde, sin renunciar a lo privativo de uno, se le dé tanta o más importancia a la esencia común, pública, que es obligatorio compartir, sin menospreciarla ni enajenarla. Pero esto, que parece lógico y sensato a todos, no es seguido por casi nadie. Cafres hay en todas partes. Pura entelequia.

    Un abrazo.

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  3. Vuestra discusión me ha recordado a esto que leí ayer: http://www.mimesacojea.com/2011/07/camps-y-la-banalidad-del-mal.html
    El monstruo es la sociedad...

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  4. El monstruo es la sociedad... Comparto esa afirmación sólo en parte, Miquel, como no podía ser de otra manera. El tema es peliagudo, abierto e infinito: se trata, en definitiva, de hablar de nosotros mismos, de la masa, pero también de mí, el individuo. Hay numerosos estudios al respecto que ni sé ni puedo resumir aquí, pero ronda siempre en mi pequeño encéfalo la idea de que nadie puede escudarse en la oscuridad del grupo para enmascarar su debilidad, su ira o su ambición. Cumplir órdenes es lo correcto siempre que éstas sean justas, sometidas al criterio discriminador del individuo e incluso discutidas si ha lugar. Parece evidente, por otro lado, que muchos de los individuos que forman parte del enjambre son incapaces de este mínimo acto reflexivo. En tal caso el responsable, además de él mismo, será el superior que le ordena. Pero un ser inteligente y practicante no puede hacer dejación de su sentido común en aras del grupo o del tirano que imparte las órdenes. Debe pensar y actuar con libertad, sin importarle las consecuencias, a menos, claro, que sí le importen.

    No llegaremos jamás a un entendimiento. La sociedad es el monstruo... muchas veces sí, pero, ¿dónde están los límites? El pueblo alemán en su conjunto, por gran mayoría, aupó a Hitler al poder, democráticamente. Ese mismo pueblo miró hacia otro lado cuando los nazis barrían Europa. ¿Sociedad monstruosa, que primero hizo y más tarde dejó hacer, o sociedad consecuente con su líder, al que alentaron para que hiciera precisamente lo que hizo? ¿Son los valencianos monstruos en su conjunto por haber colocado al honorable Camps en el trono, o monstruitos individuales, pues el voto democrático es personal? ¿Lo son más aún al haberlo recolocado de nuevo, después de lo que ya se sabía? Puede que la masa, descerebrada, se identifique con sus enjundiosos líderes sin más, o quizá lo hagan después de un sesudo proceso reflexivo...

    No comparto esa idea subyacente de que todos, colocados en idéntico contexto sociohistórico, reaccionamos de la misma forma, amparándonos en la masa para ocultar y/o satisfacer nuestros más bajos instintos. Quien tiene capacidad para pensar decide qué hacer. Su decisión será, después, correcta o no según diferentes criterios, que en absoluto coincidirán en el tiempo o lugar con los de quienes juzguen más tarde los hechos. ¿Napoleón fue un monstruo sanguinario o un héroe legendario? Si impuso su ley a sangre y fuego a lo largo de Europa, ¿por qué no se le juzga con los mismos criterios que al resto de criminales de guerra? Quizá porque entonces no existía ese concepto, quizá porque estamos demasiado alejados en el tiempo y no tendría sentido... en todo caso, la reflexión es importante. Y lo que decidamos, en ningún caso definitivo.

    Un abrazo.

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...