¿Cómo pueden compartir el mismo espacio, no ya los
titulares periodísticos sino, con mucho mayor dolor, el entorno vital,
realidades tan dispares y contradictorias como son las penalidades de un pueblo
entero y su contrapunto demoledor, el ansia de fiesta? Es una pregunta cruel.
En historia no hay dogmas. Quiere esto decir que nada
puede ni debe darse por seguro, concluyente o no susceptible de discusión, revisión
o, si procede, demolición. Por eso, y porque esta historia nuestra es el hambre de los pueblos, aturde e
inmoviliza más saber que somos, como protagonistas de ese hábitat que llamamos historia,
responsables de cuanto en ella (nos) acontece. Tal responsabilidad no es
siempre llevada con orgullo, ni tan siquiera por quienes deberían dar ejemplo,
pues prefieren la procacidad. Por eso, nadie se extraña –ni se extrañe– de que
la ignominia de nuestro pasado nos haya situado siglo tras siglo en el más alto
escalón evolutivo, a mucha distancia
de cualquier posible competidor.
Pero, ¿ahora también? ¿Ahora, cuando nuestros más
dignos representantes –como especie, no como sociedad, pero, en el fondo,
también éstos– saben, porque tienen información verificable, que sería
posible un sistema global realmente eficaz que dignificara al hombre en vez de
postrarlo a los pies de los intereses económicos de una insignificante minoría? ¿O es que anda este escribidor tan errado
que se trata, en realidad, de una muy significativa mayoría, al menos en
potencia? Ya saben: ahora mismo no soy,
pero…
Quizá ocurra, como en La piel malapartiana, que es el mismo pueblo, ese que se aterroriza
ante el fuego vesubiano postrándose de rodillas en oración a san Genaro para,
sin solución de continuidad apenas cesa la lluvia ardiente y despunta el sol, y
aún arrodillado, darle gracias al santo y saltar de júbilo y esperanza por no
haber perecido en la noche aciaga, el mismo pueblo, digo, el que vuelve el
rostro común indiferenciado hacia sus señores naturales, aquellos que no
huyeron ni del aliado alemán ni del libertador americano, aquellos que
mantuvieron tipo, dignidad y estirpe compartiendo hambre y pan con sus vasallos
voluntarios y voluntariosos, como si no mediaran entre ellos, además de siglos
de opresión, esfuerzos de comprensión.
Somos ladrones viviendo en un país de latrocinio y
mendacidad, no muy distintos de cuantos vecinos nos rodean… pueblos hermanados
ahora por la común fatalidad, por la soberbia, dicen, por el despilfarro,
aseguran quienes con mayor ahínco se aplican a la salvaje poda de derechos y
dignidad, abocando a las gentes, mansas y postradas, a la penuria económica y
moral, al desahucio físico y espiritual, a la enajenación de sí mismas, a la entrega
sumisa, a la hecatombe de la fallida dignidad… al frío, al hambre y a una
alienación como nunca conoció pueblo alguno, pues, si bien es cierto que la
mayor parte de la humanidad siempre vivió sometida y carente de lo necesario,
de lo imprescindible, una vez alcanzados estos logros, que algunos llamamos
derechos, perderlos puede suponer un golpe atroz más demoledor que no haberlos
tenido.
Y aun así, mirando alrededor, mas no de soslayo sino
aguantando los ojos de quienes tanto llevan clamado, ¿podremos mantenerles esa
mirada inquisitiva, triste y melancólica, desesperanzada y atroz? ¿Quién, de
entre nosotros, aventurará la primera palabra, el gesto no iniciático de ese
nuevo credo más humano que divino, porque no existiendo otro diablo que el
hombre ni más dios que su estupidez, quién se atreverá a declararlo, ofreciendo
un entierro rastrero a nuestra miseria?
Tanto dolor, tanta rabia, frustración, impotencia,
ira, tristeza… ¿qué podemos esperar, qué hacer? Armas son las palabras en la
lucha, mas, cuando falta munición, cuando las líneas de aprovisionamiento
quedan tan lejanas, se impone la bayoneta como mejor solución para no cejar en
el combate. ¿Será la violencia esa última ratio jurídica –lo que no hace sino convertirla, a la postre, en única razón–, será esa
trinchera postrera en la que morir?
Mi única recomendación, para cualquiera, es no perder nunca el sentido del humor. Al fin y al cabo, gracias a él tenemos un conjunto de obras, la picaresca, que está construido sobre la miseria más atroz. En las épocas de adversidad económica y de autoritarismos, el humor obra maravillas. No niego que haya quienes nazcan sin él y pertenezcan al generoso grupo de las almas sombrías que describió Trostky: "España es el país de los zapatos brillantes y las almas sombrías", dijo al ver la ingente cantidad de limpiabotas que trabajaban en Las Ramblas, cuanddo isitó Barcelona en 1916; pero creo que el humor, en las condiciones antes citadas, y sobre todo el humor negro, son tan españoles que me resisto a creer que no se posea o se disfrute de él. Como soy ciclotímico, entiendo perfectamente que en los momentos sombríos la umbría nos devore; pero en los momentos luminosos las oportunidades para disfruutar que nos brinda el humor son incomparablemente más gratificantes. Feliz descanso navideño.
ResponderEliminar¡Ah, la ciclotimia, qué fantástico diagnóstico, Juan! Yo solo soy distímico, es decir, depresivo -melancólico, que dicen los germanos- lineal... Afortunado tú, que alternas periodos de euforia. Cuando, en cierta ocasión, una buena amiga me dijo que era ciclotímico, le contesté que mejor cicloatómico, y entonces me llamó morugo. Ya ves, no doy una...
EliminarPero todo sigue adelante, con o sin nosotros, y sobre todo por encima de nosotros. Quienes me conocen -¿habrá alguien, en esta mi presunción?- saben de mi gran sentido del humor, más bien oscuro, tirando a negro, con chistes fáciles sobre mi misma persona -bueno, esto lo retiro, de hoy en adelante seré solo expersona- que, rozando la ironía (no la fina, por supuesto), cae demasiado a menudo en el sarcasmo, y vuelta a empezar, en un círculo, no, una espiral, que aún no sé adónde conduce, como no sea directamente al precipicio.
Te agradezco el quite, por si uno acaba por arrancarse...
Un abrazo.
Estoy acabando, Javier, el primer volumen de los tres de que consta "Escrito a lápiz", de Robert Walser. Ya escribiré sobre ellos, cuando los lea todos, en mi blog, pero, a propósito de tu entrada, ayer leí esto en el libro de Walser: "Solo una actitud seria puede constituir el digno fundamento de una actitud alegre", que te da la razón. Durante mucho tiempo mi jovialidad contrastaba con la seriedad marmórea de mis escritos. A medida que envejezco, lucho por no perder la jovialidad, aunque dejo mucho de ella en el camino, pero sí que he "jovializado" mi esritura, dentro de lo que cabe...
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