domingo, 31 de marzo de 2013

Adicción


Nacemos pelados, por más que se empeñen en clasificarnos, etiquetarnos, empaquetarnos y facturarnos hacia el lugar que ocuparemos en adelante en este perro mundo. Tan es así –que venimos al mundo mondos y lirondos–, que al final, por mucha premeditación que nos inoculen, cada uno acaba cómo y dónde quiere o puede, sin más gaitas, según le vaya o se lo monte. No es que crea en el destino ni nada parecido, aunque, pensándolo bien, tampoco en el libre albedrío. Tanto uno como otro son conceptos acuñados por la religión para sus objetivos manifiestamente teleológicos. De modo que a la mierda con eso.

Me prometí hace tiempo no escribir nunca sobre tema tan polémico como la drogadicción, ya que, si es que se quiere ser claro y objetivo –en la medida en que podamos entender este término– siempre habrá quienes, susceptibles como son, manifiesten su postura en contra, diga uno lo que a priori diga, que eso es lo de menos. Pero, no pudiendo evitarme por más tiempo, claudico y arrimo estas palabras.

Que el hombre, el pelado ese al que me refería, es un ser débil como individuo (aunque terroríficamente poderoso como grupo), lo viene a demostrar el amplio repertorio de vicios, manías y gustos del que hace gala. Imaginen por un momento la existencia de los guepardos, por ejemplo. Su mundo es muy limitado: nacen, crecen, cazan una gacela Thompson, se la zampan, se reproducen y se mueren. El guepardo es un ser sumamente dependiente: bastaría con que desaparecieran esas gacelas para que se extinguiera. ¿Es por eso el guepardo estúpido? En absoluto, pero su estructura fisiológica está tan estrechamente unida a un tipo determinado de alimento que, en su ausencia, la especie terminaría por sucumbir. El guepardo es un animal especializadísimo, y no acostumbra a ir al supermercado.

El hombre, en cambio, es un animal generalista, multiadaptado a infinidad de variedades alimenticias, pero también climáticas y geográficas. Come de todo, como los cerdos, por eso es muy improbable que se extinga. Ahora bien, siendo el grupo capaz de desarrollar esa extraordinaria capacidad adaptativa, el individuo se empeña en llevarse la contraria, en atentar contra su aparente estatus de privilegio evolutivo y en caer en las redes de todo tipo de dependencias de una manera que, a ojos del observador externo, no puede ser más simplista y miserable (no hablaremos ahora de por qué surgen estos complejos entramados de tráfico de sustancias ni quién los potencia, favorece o ampara, sino solamente de sus efectos sobre el individuo). Quiere decirse, con esto, que el guepardo no puede elegir; el hombre sí. Y si hace una incorrecta elección, entonces es estúpido. Por desgracia, sucede así la mayor parte de las veces.

Debe de existir en nuestra hipófisis una sustancia que llamaremos, a falta de término más adecuado, tonteína – sobre la que en otro momento intentaré volver para tratar de demostrar científicamente su existencia–, que actúa sobre el inconsciente de una manera parecida al resultado de sufrir un traumatismo cráneoencefálico severo, esto es, modifica de una manera determinante nuestro estado intelectivo, nuestra capacidad de percepción y nuestro propio entendimiento. Debido a ello, el individuo es altamente sensible a estímulos que pervierten el delicado equilibrio psicosomático del organismo, y en consecuencia deriva en una especie de volubilidad receptiva que propicia y potencia un estado, en modo alguno transitorio ya, de alta permeabilidad a todas esas sustancias psicotrópicas estupefacientes. Como nunca tuve muy claro la diferencia entre adicción y adición, o si ambas significan lo mismo, resulta que estos individuos así considerados manifiestan comportamientos altamente antisociales, por lo que el sistema tiende, en la medida de lo posible, a su aislamiento, diagnóstico y tratamiento, pues se les considera, desde no hace mucho, como enfermos.

Pero, y aquí interviene el efecto contagio de la tonteína, nuestra inagotable y estúpida forma de vivir acumula continuamente la experiencia individual para transformarla en información útil al grupo, de suerte que, ante el desarrollo de los últimos avances tecnológicos, se ha extendido entre la población una nueva forma de adicción que adiciona adeptos/adictos de una manera exponencial. Ya no es lícito ni recomendable ponerse en privado, en cualquier oscuro cuchitril; ya no se lleva la drogodependencia individual de toda la vida, ya no… Ahora lo que pone, y les pone, es participar de la cosa, poner en común, para mejor aprendizaje grupal, la tonteína de cada uno y manifestar pública y orgullosamente la adicción/sumisión total al nuevo, alienador y estúpido dios de nuestra modernidad: el guasa.

Los otros, los demás, los que nos resistimos a sucumbir ante la arrolladora democracia de lo vulgar, quienes preferimos permanecer en la sombra heladora, pertenecemos a esa subespecie que sin duda está llamada a la extinción, dado que no somos lo suficientemente generalistas como para poder tener éxito en nuestro proyecto vital; no poseemos ese grado de adaptación necesario para aferrarnos a la roca. Somos, según libre interpretación de lo que los psicólogos llaman fenómeno del espectador, testigos de improbable intervención, espectadores ante el incidente que se desarrolla frente a nuestras vidas, ante el accidente inventado de un suicidio colectivo y masivo del entendimiento, sin que sepamos con certeza cuál debería ser nuestra reacción correcta. Por eso seguimos así, como pétreas gárgolas, en un proceso de confirmación mutua de no actuación. Ello no significa, claro está, que seamos insensibles.

6 comentarios:

  1. Ni insensibles ni curados de espanto, porque nuestra tendencia genética a la adicción proviene de esa obligación de consumir oxígeno "trece veces por minuto", que dijo el poeta, y de chutarnos en la vena del sueño una dosis onírica restauradora. Lo de comer no es tan urgente, nos adaptamos con facilidad al ayuno prolongado. Somos drogadictos andantes, y, al margen de la concelebración social de nuestra condición, individualmente tenemos cada cual la nuestra o las nuestras, a las que rendimos pleitesía con la frecuencia exigida por su naturaleza, y por la nuestra. Nuestro solipsismo tiende a considerar absurdas las adicciones ajenas, pero quien esté libre de adicción...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ignoro si es herencia genética y si podemos elegir respirar o no (entiéndase en términos puramente fisiológicos), aunque más de uno aguante la respiración lo suyo, pero lo que sí parece más evidente es que en otras muchas facetas de nuestra particular andanza sí nos es dado elegir, por lo menos a aquellos que cuenten con el suficiente conocimiento...

      En el ámbito de lo privado, Juan, cada uno es dueño y sabe -o desconoce, que tanto da- lo que debe o puede hacer. Ahora bien, todo comportamiento social es aprendido, y en esto no transijo: aprendemos muy mal, y por desgracia casi exclusivamente lo pernicioso. El contagio de usos y costumbres correctas deberá esperar a la siguiente evolución de la especie... si se produce.

      Un abrazo.

      Eliminar
  2. Coincido, y creo que lo del destino, lo del libre albadrío, etc. son patrañas que nos quieren hacer creer estos que ladean la cabeza, levantan el dedo y dicen que si obramos mal es debido al uso de nuestro libre albedrío. Nos los advirtieron, nos dijeron cómo debíamos obrar, nos dictaron el camino recto y ha sido nuestro libre albedrío quien nos ha conducido por sendas torcidas.

    Mi libre albedrío les allana el camino y les faculta para pedir cuentas, distribuir penas y administrar los castigos que crean convenientes.

    Mi libre albedrío resulta imprescindible para que, quienes detentan la propiedad de la Verdad, aun sin haber pasado por el notario, puedan ejercer sus acciones represivas.

    Cuando los poseedores de la verdad suben al púlpito y junto con la proclamación de los dogmas me hablan del libre albedrío me entran escalofríos estomacales y dudo del valor de la libertad.

    Entre inciensos adormecedores, sus voces reverberan en crucerías y capiteles, y eso del libre albedrío resuena desacompasado, peor que el áspero canto gregoriano.

    Con esta monodia de fondo, me conformo con usar mi libre albedrío para elegir los peces que más me gusten y comérmelos.

    Salud
    Francesc Cornadó

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Francesc, te has centrado en un punto que, aunque pueda parecer secundario en el relato, es en realidad el gatillo, porque elegir es sinónimo de libertad, si se cuenta con la inteligencia necesaria para ello, claro. Lo otro, el hacer lo que se ordena, se decide colectivamente o se tiene por costumbre, no deja de ser manifestación de obediencia, pero también de irreflexión, y pocas cosas me aterran más que los individuos que no dan en pensar...

      De todas formas, no sé qué hacemos aquí, escribiendo lo que a casi nadie interesa, en esta tarde tan cristianamente hermosa que invita a uno a procesionar, no sé...

      Un abrazo.

      Eliminar
  3. Pues a mí sí que me interesa el tema, y mucho.
    La drogadicción no es solamente tonteria, tiene muchas más connotaciones y además muy importantes. Lo he vivido de cerca, demasiado cerca, y me duele que se trate a los toxicómanos como personas antisociales; y si lo son, es debido al desorbitado precio que les cuesta sentirse bien, sin dolores y sudores. No serían antisociales si costara la droga lo mismo que una botella de vino de Carrefour le cuesta a una persona que bebe.
    Odio la droga, pero no considero tontos a todos los toxicómanos por el hecho de serlo. Existen muchas circunstancias en la vida que te pueden llevar a probar a "ser feliz" por un rato y si caes una vez, sobre todo en el caso de la heroína, ya estás perdido. Después de eso se sale de ahí, claro que se puede salir, pero mientras tanto es un tormento la vida.

    Un saludo. Lola http://boheme.zruspas.org

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Querida Lola, ante todo quiero darte la bienvenida y las gracias por aportar tu opinión. Por supuesto que la drogadicción no es ninguna tontería, es algo demasiado serio como para verlo de esa forma simplista. El hombre no es tonto por drogarse, en todo caso, el hecho de drogarse (entiéndase aquí en sentido lato, es decir, mostrarse tan sumamente receptivo a cualquier sustancia, acto, emoción o idea que sea prácticamente imposible sustraerse a ellos sin ayuda externa) es quizá un indicio -uno más- de la estupidez, insensatez o ignorancia que nos caracteriza como especie, por citar algunos de nuestros aspectos más negativos.

      Hay, como creo que señalo en el artículo, multitud de maneras de drogarse, no solo esnifando coca o metiéndose caballo, y el acto de elección entre hacerlo o no, entre caer en la tentación o mantenerse firme, en ese acto, es donde probablemente podamos comenzar a hablar de si somos o no estúpidos, además de otras cosas.

      En fin, Lola, por desgracia a todos nos toca algo de esta lotería adictiva, todos conocemos a alguien enganchado a algo, quizá nosotros mismos lo estamos, sin saberlo, y necesitamos que alguien nos lo diga y nos muestre un camino para salir... suponiendo que nuestra particular adicción sea perjudicial para los demás o esté simplemente mal vista, porque incluso este mismo escribidor, sin ir necesidad de poner a nadie como ejemplo, puede llegar a ser tan antisocial como el que más...

      Lo dicho, muchas gracias por pasarte por aquí y recibe un abrazo.

      Eliminar

Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...