Desde lo alto de esta atalaya fantástica que la
tecnología pone al alcance de cualquiera, por mediocre que sea uno –es decir,
cualquiera–, no puede dejar de contemplarse panorama más digno de elogio, pues
se divisa, hasta donde alcanza la vista sobre el lejano horizonte, la ordenada
multitud que somos. Y maravilla darse cuenta de que avanzamos en la dirección
correcta solo con fijarnos someramente en esa dirección hacia la que vamos, sin
necesidad de preguntar a nadie. La marea que forma la especie camina, paciente
y metódica, por la senda salvífica de cualesquiera religiones, vestidas con
lujo, engalanadas como los machos de algunos tipos de aves para atraer, como
ellos, a las hembras mejor dispuestas para el apareamiento. Esta comunión no es
gratuita, pues se produce con la esperanza de una mejor aptitud que en términos
religiosos podríamos interpretar como el legado que la fe deposita en cada
generación de creyentes, acrecentando su impulso y renovando el compromiso
iniciático que conducirá a la salvación eterna.
La religión eliminó la incertidumbre del espíritu del
hombre, y a ella debe éste, por eso, eterna gratitud, pues no en vano vino a
disipar las tinieblas en las que la desazonada especie, todavía menor de edad
intelectual, se debatía desde su alumbramiento a la era sapiens. Si despojamos al hombre de su temor atávico, de su
desconocimiento del futuro, e incluso del pasado, y le proporcionamos la
herramienta precisa para convertirlo a la fe, esto es, la seguridad de una vida mejor, lo habremos ganado para la causa, sea
ésta la que sea. Y es que hay, efectivamente, un Dios único y verdadero: el
hombre, pero el hombre rico, claro, porque todo el mundo sabe que a
Dios lo inventaron los ricos para contentar
a los pobres.
Beatos y meapilas, amén de fanáticos ultraortodoxos
de cualquier pelaje, me dejan tan frío como caliente, pero, por lo que más
quieran, no se me ofendan los creyentes, porque el oficio de creedor o seguidor
de la fe es tan noble (y tan alta su misión en el planeta, o sea, receptores
pasivos del mensaje), como los demás oficios que ejercen los hombres, incluido
el más antiguo del mundo, adjudicado por voluntad de la selección natural
(entre sexos, quiero venir a decir, y a propósito de esto, ¿alguien sabría
explicar por qué todas las religiones son misóginas?) a la mujer –¿no habría
prostitutos por aquel entonces?
Y ya que hablamos de religión, pero por voluntad
propia, no impuesta desde el gobierno, podríamos decir, y diremos, que la teología
es como ciencia de la nada, porque el objeto de su estudio es metafísico,
intangible y, además, inexistente. Vendría a ser otra rama más de la literatura
de ficción, a la cual Borges remite también la mismísima metafísica, como dice con
absoluta claridad en Tlön, su república imaginaria: «Los metafísicos de Tlön (…) juzgan que la
metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es
otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno
cualquiera de ellos»,
Son grandes las religiones, pero la cristiana sobre todo,
pues diseña una estructura permanente, coherente y homogénea de la que parecen
carecer las otras religiones monoteístas: el Islam porque se diluye en
califatos, cainatos y taifas a pesar de contar con más empuje potencial, y el
judaísmo porque, aun siendo credo, raza y política al mismo tiempo, carece del
elemento esencial que le aporte vigor demoledor, una unicidad dirigida. Es, por
tanto, más grande el imperio del cristianismo que cualesquiera otros, incluidos
los mismos poderes e instituciones del Romano, al que, más que heredarlo, contribuyó
a arruinar.
Sin embargo, la grandeza de la religión, que
empequeñece lo humano, consiste precisamente en eso, en situarse por encima del
hombre, en apariencia deleznable, pero del que bebe, se alimenta y hacia el que
irremediablemente tiende por ser su misma esencia. Antes uno se consolaba
creyendo que podía hablar con Dios, hasta que uno cayó en la cuenta de que en
realidad hablaba solo. Únicamente los antiguos griegos podían hablar con sus
dioses, pero solo porque eran ellos mismos, porque se habían creado a sí
mismos… No creo, pues, que ningún dios haya hecho al hombre. Antes bien, lo ha
deshecho. Pero, como dejó dicho san Ignacio de Loyola,
«debemos estar siempre dispuestos a creer
que lo que nos parece blanco es en realidad negro, si la jerarquía de la
Iglesia así lo decide»
Desgraciadamente, la naturaleza no ha creado aún
ninguna oveja sapiente, aunque por suerte, y quizá para compensarnos de tan
irreparable ausencia, ni churras ni merinas creen en Dios… por ahora.
Presentas dos ideas que me resultan atractivas. Primero, nunca comprendí cómo podían existir cátedras de metafísica. Intenté leer, siendo casi un niño, la de Aristóteles, y recuerdo que me pareció un puro disparate. En cambio, los dioses griegos siempre me gustaron. El monoteísmo responde a todas las preguntas sin respuesta con una única ingógnita-solución. El politeísmo, en cambio, siempre me pareció mucho más refinado. Desconocemos las respuestas, pero advertimos que ciertas preguntas guardan una relación entre sí, así que las agrupamos por una suerte de sensibilidad a la que ponemos el nombre de un dios. En la "religión" afrocubana, que a mi juicio es preciosa, estos elementos, al modo exacto de los dioses griegos, se personifican en caracteres. Como los griegos, los Orishas cubanos sienten pasiones, beben ron y fuman tabaco. De modo que no es difícil adivinar con qué Orisha o qué diosecillo tiene uno mismo afinidad. Y ese conocimiento es más que no saber nada.
ResponderEliminarSaludos cordiales.
Cualquier cosa puede existir, Animal, solo hace falta que la pensemos, la escribamos, la dibujemos, la construyamos o la conjuremos: Dios, la metafísica (incluida la cátedra correspondiente, claro), la ciudad ideal, los ángeles (con sexo o sin él, para evitar discusiones), la democracia, el español inteligente...
EliminarTener uno o muchos dioses es, a efectos puramente racionales, irrelevante, si acaso predispone mejor a la sociedad politeísta a encarar su propio devenir. Es verdad, también, que eso, por si solo, no es garantía de nada, porque unas culturas suceden a otras, sean del signo que sean, y si es cierto que ya ha llegado el fin de la historia, como sugiere el amigo Fukuyama, entonces tendrás que convenir conmigo, aunque nos duela, que es el monoteísmo, en sus diversas variantes, lo que se impone.
Los dioses griegos, más mundanos y accesibles, reflejaban lo que realmente era -y es- el hombre; los dioses únicos traslucen, en en fondo, lo que el hombre, cualquier hombre, aspira a ser: omnipotente, omnisciente, vengativo y (pseudo)justiciero. Solo en eso se diferencian. ¿Es poco?
Un abrazo