domingo, 18 de agosto de 2013

Religiones beligerantes

Realmente, no hay nada nuevo bajo este sol que nos consume, solo la infinita repetición de lo que ya es conocido, una y otra vez, machaconamente hasta la extenuación, bajo la apariencia, si acaso, de la atractiva forma que proporciona la ignorancia, o sea, esa forma de ser estúpida que tiene una parte no pequeña de nuestra sociedad.

La historia no se repite, dijimos aquí una vez, pero, aunque cambia y se estira a lo largo de esa línea que llamamos tiempo, no deja de ser siempre la misma, unitaria en todo lo que atañe al objeto de su estudio, que no es otra cosa que el hombre –y que me perdonen los susceptibles, si quieren, por llamar cosa al hombre, que no es lo mismo, ni mucho menos, que llamar hombre a una cosa.

Aunque escribimos para dar de comer a esa bestia llamada yo, lo cierto es que para alimentarnos solo podemos hacer una cosa: leer. Esa y no otra es la forma más adaptativa de estar en este mundo modulado por la cultura y la convención, aunque pocos lo sepan y menos aún la sigan. Y es así porque nos alejamos, hace ya mucho tiempo, de la otra manera, la natural, la del buen salvaje roussoniano, si quieren, aunque eso debería ser objeto de un debate más detenido, porque no todo lo natural es bueno, ni todo lo bueno es natural. Habría, además, que concretar el significado de bueno y de natural, y sobre esto ya hubo suficiente polémica entre los ilustrados (véase, a modo de referencia rápida, lo que al respecto dijeron Pernety, Raynal, Bougainville, o el barón de Lahontan, además de los mismísimos Rousseau, Voltaire y Montesquieu), que fueron incluso más allá, tratando de sentar las bases de una antropología rudimentaria al discernir entre lo humano y lo animal, de suerte que la línea que separaba a ambos era tan sutil como inestable (interesantes referencias en Tyson, Feijoo, Linneo, o, más modernamente, Lovejoy), y si no, miren lo que dice la (extensísima) entrada «animal» de la Enciclopedia (vol. I, p. 468 de la 3.ª ed., Neufchatel 1779): “…no se encontrará ninguna [propiedad] que no falte a algún ser al que se está obligado a dar el nombre de animal, o que no pertenece a otro al que no se puede dar ese nombre. (…) nos será muy difícil fijar los dos límites entre los cuales la animalidad empieza y acaba”.

Puede que durante un tiempo creyéramos firmemente que la religión era cosa del pasado, que en una sociedad formada, responsable y sensata no tenía cabida ninguna forma de autoritarismo, ni civil, ni político ni religioso… Quizá fuera cierto que lo pensamos, o simplemente fue un sueño, porque al alba, cuando el sol disipa las sombras de la noche, vuelven a cernirse sobre nosotros otras sombras, de la ira, de la intransigencia y de la ruina más absoluta. De las guerras sangrientas que todas las sociedades han emprendido en nombre de sus dioses, sean estos los que fueran, hemos pasado a las no menos sangrientas pero sí más silenciosas masacres actuales, en un campo de batalla desigual donde aún siguen activos viejos rencores, donde todavía es posible contemplar la imagen del cruzado, la del sarraceno, incluso la del monje budista, esgrimiendo sus santas razones, sus armas benditas y sus consagrados libros para derrotar al infiel, al pagano…, al otro, en definitiva.

Si, como dan algunos por supuesto, la religión es un arma de docilidad social y política, hemos socialmente fracasado en todas cuantas misiones nos propusimos, porque poco o nada nos queda de sensatez, de responsabilidad ni de representantes de esa especie que llamamos humana. Esa docilidad, tan conveniente a las formas de la nueva humanidad, es arma sanguinaria en manos del fanatismo religioso, es espada vengadora que cercena brazos y lenguas en aras de la igualdad de credo, de la represión de toda disidencia y de la equiparación subjetiva de mínimos que abarque al conjunto de la dócil sociedad.
  
Tiene el escribidor suficiente edad para huir de muchas cosas, y para no apetecer otras, porque no quisiera ser presa de dogmatismos ni otros prejuicios de los que se ufanan hoy las amplias mayorías sociales.

Homo homini homo [est]. Hombres luchando contra hombres, los monstruos son solo una excusa, o los propios hombres disfrazados.



6 comentarios:

  1. Donde digo religión digo ignorancia, superstición, y todo se aclara como por ensalmo, y sin necesidad de salmos. Los hermanos musulmanes son primos hermanos de los cristianos de la película de amenábar, tan siniestros. Los Borgia fueron un aire fresco de vida en Roma, se ha de mirar así. Y Lutero fue hijo de los de la yihad y la Inquisición, como bien lo demostró Calvino. Decir Dios es decir odios. ¡Y que aún no nos hayamos quitado de encima esa otra losa del sepulcro del Cid! ¡Y que el estado rinda pleitesía a la tumba apócrifa de un supuesto apóstol! No está muy lejos de lo de Santiago, el intento de los hijos de Mandela de quedarse con el cadáver del padre para hacer un mausoleo con acceso de pago. Sobre ese sepulcro edficarían su iglesia universal sin duda. El túmulo del papa Julio II, por cierto, lo representa como el gran hedonista que fue. Lo único que puede agradecérsele a la religión es el arte que ha generado, aunque el capital invertido haya salido de la piel a tiras de los explotados. Uno, acaso lamentablemente, tiende siempre a hacerse esas reflexiones que te amargan cualquier contemplación: ¿sobre cuántas muertes está edificada esta maravilla? Paralelamente, de las grandes obras arquitectónicas de nuestro país, lo primero que cabe preguntarse es: ¿sobre cuánta deuda está edificado este hermoso despilfarro? Y así vamos, o nos llevan, o nos dejamos llevar, o nos apartaos del mundanal ruido a La flecha imposible.

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    1. Es la religión asilo de idiotas, donde se esconden las pasiones humanas: miseria, miedo, ignorancia, odio, envidia, desprecio... Guarda allí también el pusilánime su futuro, a cuenta de indulgencias presentes, y el que no tiene sino su alma penante, la guarda también, para que se la cuide el rebaño. Si tenemos que hacer caso a Marx -que no veo por qué no, ni tampoco por qué sí-, está la peña completamente colocada, de tanto esnifar el dogmatismo de turno. Pero, como en el estamento militar, es fácil vivir en el seno de una sociedad religiosa donde todo está reglado, ordenado y medido, hasta la hora de ir al excusado, y así no hay que darle mucho al intelecto, para evitar que se recaliente. Y eso, que al pueblo le conviene por su natural pasivo y receptor, al poder interesa mucho más, porque así nos tienen entretenidos, apesebrados y, si llega el caso, militantes de pro, con alfanje al cinto y cruz en pecho.

      Ya ves, Juan, ni en verano nos libramos de esas fobias que tanto duelen y acongojan. Habrá que esperar mejores tiempos.

      Un abrazo

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  2. Queridos (permitidme esta confianza del todo inmerecida) quiero compartir con vosotros un fragmento aunque no venga al caso:

    En todas partes donde hay ricos y pobres, patronos y obreros, dirigentes y dirigidos, poderosos y humildes (y hasta ahora la sociedad funcional no ha eliminado esta dicotomía del poder en ninguna zona de nuestro mundo); en todos los tiempos y bajo todos los sistemas políticos, sociales y económicos; por debajo de las ideologías, al margen de las leyes, de la moral, de los convenios, contratos y compromisos; a pesar de las organizaciones protectoras del orden y de la justicia, existen potencial y realmente dos estamentos superestructurales de los opresores y de los oprimidos, de los ofensores y de los ofendidos, de los soberbios y de los humillados. Y hay un punto en esta dialéctica social —la única que podemos llamar motivacional, oréctica, la de los sentimientos— en que los ofendidos y los humillados abandonan su postura de rebeldes y de luchadores, y se retiran, impotentes, en la música sorda de la desesperación ya no agitada y angustiosa, sino del abandono de la lucha, al menos momentáneo.

    Es como un disco encallado que, parado por un estorbo del surco en un punto aislado de las vueltas, repite sin cesar el mismo compás de la música, esta vez sincopada de disarmonías.

    Esta es la distonía del fatalismo de la coexistencia sorda. El disco, a través de su gemido repetido, desesperadamente incesante, grita:

    «Todo es en vano. No habrá nunca justicia ni paz en este mundo que yo conozco. Ni puedo hacer nada para que cesen, disminuyan, se alivien las injusticias de una manera espontánea, sin violencias ni destrucciones. No quieren los dueños de las fábricas, o de los campos y tesoros, compartirlos con los demás, aunque les dejemos sobrantes generosos para que continúen viviendo con esplendor. No ceden los beati possidentes ni el dinero, ni el poder, ni los privilegios, sean capitalistas o comunistas del poderío. Y no es el ministro ni el gobernador; no es el partido ni el sindicato: es la naturaleza humana la que no cede. Es la biología que los hace sentirse escogidos, elegidos para la opresión y creerse justificadamente representantes de la evolución siendo más fuertes que yo, los míos, nosotros.

    No hay justicia social ni la habrá. ¿Por qué luchar entonces?

    Todo es en vano. El hombre mata y volverá a matar mañana bajo cualquier régimen. Ha progresado su técnica de matar en escalas gigantescas, pero su ética no ha dado ni un paso. Cristo se ha dejado crucificar por nada. Buda ha predicado en balde. Cristianos son tan sólo los pocos que no tienen nada que ver con el poder codiciado; budistas tan sólo los monjes tibetanos. No nos han traído la justicia social. Los revolucionarios rojos se están capitalizando, los capitalistas dicen «après moi le déluge», unos y otros dispuestos a matar. Es la naturaleza humana, no son ellos, y no hay remedio.

    No hay justicia social ni la habrá. ¿Por qué luchar entonces?

    Todo es en vano. Por todas partes la fraternidad, la libertad, la igualdad son mentiras e hipocresías. La geografía del hambre no ha variado; sólo cambian de sitio, en un baile siniestro, los hambrientos de este y del otro lado. La compasión es comercio; la cara sonriente, mera política; el derecho, privilegio de los más fuertes. La naturaleza humana es así, y a quien le toca la lotería de un bando, allí se queda, justa o injustamente.

    ¿Por qué luchar entonces?

    Las recetas de la felicidad futura después de otras tantas generaciones engañadas y sacrificadas son puro opio, nada más. Las promesas del cielo y del paraíso después de la tumba, una venda sobre la herida que se desangra por dentro. Además, no se trata de tal futuro, insocial, sobresocial, sobrehumano, sino de éste: ahora y aquí. No son ellos, ni los míos, ni los contra-míos. Es la naturaleza humana. ¿Por qué luchar entonces, si hasta el mero sobrevivir es un sin sentido?

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  3. El fatal motivo de esta música siniestra sigue en el disco encallado y llega a ser insoportable. Corremos furiosos hacia este tocadiscos y con un duro golpe lo rompemos. Pero se ha repetido tantas veces su eco implacable que se nos graba en la memoria sangrante. Y continúa el ritmo endemoniado, la música sincopada en el fondo de nuestro doloroso sentir. Vuelve con fuerza de obsesión el «todo es en vano»... Si logramos acallarlo lanzándonos al ruido del jazz histérico, al olvido de las drogas, a la vil rutina de lo cotidiano, es tan sólo por un momento.

    «Donde no está el hombre, la Naturaleza es un desierto», dijo William Blake. Pero ¿no es este mismo hombre también Naturaleza? Y nos coge con las garras de negra desesperación lo que Séneca formuló tan alegremente: «Toda la armonía de este mundo consta de discordancia».

    No se puede permanecer largo tiempo bajo los martillazos de esta distonía de la desesperación, que destruye la fe en el hombre, en Dios y en el sentido de la vida. Y que crea la conclusión del absurdo, esta palabra sobre la cual se vuelcan los existencialistas de la Nada. Pero tampoco se puede renegar de su realidad como sentir más doloroso. Los que han vivido las dos guerras mundiales y han visto de cerca al hombre en ellas, no han podido evitarlo. Muchos otros, aun sin guerras, pueden experimentar tal clase de desesperación, de un desamparo total ante el impacto de la Naturaleza sobre la lógica del hombre aislado o social.

    La huida ante tal sentir reactivo, el tonus más negro de nuestra existencia, es también desesperada. Hay filosofías-excusas en las que podemos refugiarnos; hay religiones-enfermeras que nos consuelan; y hay también la biología-maestra que nos hace sobrevivir a pesar de las invitaciones al suicidio o a las de la angustia-locura.

    El disco sordo no gime en los peores individuos de nuestro género, sino en los más sensibles, quizás en los mejores. El hombre ante sí mismo, enfrentándose con estos dilemas en las fronteras de lo normal, es tan real, concreto y vivo como en cualquiera de sus euforias.

    Hay que vivir también esto, si se presenta, y en la medida individual en que este sentir acontece en el interior. Pocos se suicidarán tan sólo por ello; unos cuantos se hundirán en la locura, pero tampoco solo por el disco sordo de la impotencia. La mayoría huirá en el olvido de toda clase; algunos lo contarán en libros.

    Lo principal es ser lo que se es también en esta ocasión: la implacabilidad del vivir. Primero pasar por esta prueba con toda la sinceridad y honradez del patior.

    Sólo después es lícito huir incluso para los más valientes. Ser hombres aun cuando el conocernos tan profundamente como sea posible (en lo más profundamente posible) nos dé asco.

    La distonía del asco del hombre ante su propia naturaleza no es menos humana que la de la gran postración ante lo bello y agradable que es el vivir a pesar de habernos asqueado.

    Wukmir

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    1. Creo que tus palabras son pertinentes, Precesión. Podría decirte que comparto letra a letra lo que entrañan, y que, además, soy también beligerante en algunos de sus aspectos. Y también puedo decirte que la más profunda desesperación me atenaza cada vez -y son muchas- que pasa por mi mente la palabra hombre, porque, al contrario que la imagen que la idea de un animal, un paisaje, una tempestad en el mar, o un atardecer rojizo, forma en nuestro interior, apaciguándolo, la peculiar composición pseudofilosófica que tenemos formada del concepto humano desata tales y tantas pasiones y emociones que es fatalmente acreedora de nuestra más intensa ira.

      ¿Por qué? Probablemente, y es solo una suposición infundada, esperamos demasiado del hombre, de lo que implica y de lo que significa el concepto humanidad, y no hace falta para saber de qué hablamos aferrarse a doctos tratados enciclopédicos. Sentimos, esa es la realidad inmediata y natural, y además lo sabemos, y al querer comprenderla, y explicarla, parcelamos nuestra vida toda en innumerables cajones independientes unos de otros, y todos del uno, y el resultado es una marea incesante de extraños vocablos, conceptualizaciones aberrantes y teorías discernidoras y concluyentes.

      Lamentablemente, solo somos animales, animales cuyo estadio evolutivo, lejos de haberse perfeccionado, diríase que retrocede, porque sacamos de quicio cosas tan naturales y básicas como la vida, la muerte y el plácido o violento discurrir de ambas, inexplicable pero inevitablemente unidas. Res cogitans, pero res insensata, arrastramos nuestra existencia anhelando un día más de vida, un minuto, suplicando la continuidad de la miseria sin importar nada ni nadie, salvo nosotros.

      La vida carece de sentido -salvo el que cada uno, cruzado de sí mismo, quiera otorgarle-, pues solo tiene sentidos, y permanecer en ella, miserable o inconscientemente, es nuestra tarea, nuestro biológico cometido. Por eso luchamos, aunque preguntes por qué. La única respuesta es biológica, que empuja y decide por nosotros. Por eso vivimos, no PARA ESO, sino por eso.

      No vivimos para nada, no somos el centro de nada, incluso, si manejamos datos y estadísticas, el hombre es una plaga en la superficie del planeta, que ha contaminado todo y a todas las otras formas biológicas en él. Pero, como somos una más de las especies animales existentes, tenemos el mismo derecho que cualquier otra a seguir existiendo, ¿no?

      Un abrazo

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  4. Precesión (¡y caray con el alias...!), el estoicismo es la escuela donde se bebe esa resistencia ante la adversidad, y el conocimiento la herramienta que nos salva, aun cuando añada dolor. Tienes razón, el dolor, el sufrimiento, es humano, demasiado humano, y hay que saber hacerle frente para no ser vencido. Resulta difícil, con todo, construir toda una existencia sobre él, como el famoso valle de lágrimas cristiano. Prefiero la buena cara al mal tiempo del refrán. Desde mi perspectiva personal, tan vitalista, incluso la lógica de lo peor, que existe, se me aparece como motivo de alguna que otra alegría. Frente a la devocion al Cristo del madero, se ha de preferir la del que anduvo sobre la mar, que decía Machado. O la risa dionisiaca de Nietzsche y el baile de Zaratustra. Que a uno se lo lleve el ritmo de la vida y de la música que está en todo me parece de capital importancia. Después de tanta existencia, he acabado rubendariano: "ama tu ritmo y ritma tus acciones". Y en eso estamos.

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...