Tuve una vez un compañero al que llamaban Rabias. Siempre estaba gruñendo, como suelen
hacer esos perros –Bulldog, creo que es la raza– mientras pasean, que todo el
tiempo van con la cabeza gacha, gruñendo, o rabiando; es su natural así, pero
resulta gracioso cruzarse con uno, porque su aspecto fiero contradice su noble
y tranquila conducta.
El Rabias
no conocía límites: siempre estaba protestando, no importaba el motivo, ni el
lugar, ni siquiera si tenía o no razones evidentes y suficientes para ello.
Cuando algo le molestaba, lo decía; y lo hacía, además, con militancia feroz,
despotricando a diestro y siniestro contra todo aquello que le importunara. A
veces, ni siquiera necesitaba un motivo directo para iniciar su retahíla de
descalificaciones –porque, eso sí, a pesar de su cortedad intelectiva, conocía
más de cien modos distintos de insultar a la gente–, sino que le bastaba con
ser testigo de algo para arremeter contra el pobre diablo que hubiera tenido la
desgracia de cruzarse en su camino infringiendo su particular código de
conducta. Tan malparada quedaba la víctima, y con tan pocas fuerzas para la
discusión, que el Rabias se convirtió
progresivamente en un sujeto solitario, al que todos esquivaban, daban excusas,
o directamente rechazaban.
Con el tiempo, su capacidad para discernir el entorno
real del puramente imaginado fue disminuyendo, y él, acallándose. Poco a poco,
no le quedó a quien hacer cómplice, y ni siquiera confidente, de sus críticas vehementes.
Con su verborrea silenció su conciencia, y entonces, habiendo transformado su
contumaz estupidez y rencor en incipiente locura, se le podía ver hablando con el
sujeto hecho de sombra que solía caminar a su lado. El Rabias se desahogaba, y el otro aguantaba bien, sin rechistar,
cuantos despropósitos salían de su boca despoblada.
Nadie pudo decir jamás que el Rabias hubiera hecho daño a alguien, si acaso a sí mismo, con su
fecunda amalgama de improperios rebosantes de ira, despecho e impotencia. Sin
embargo, todo el mundo a su alrededor respiró aliviado cuando dejó de hablar,
cuando se quebró su voz y su mirada saltó fuera de las pupilas que la contenían
para no volver nunca a habitar en ellas. Vive, desde entonces, entre este mundo
y el otro, permitiendo que las horas pasen en balde a través de su estéril
existencia. Por toda muestra de contarse aún entre los que respiran, una mueca
torcida hace que su rostro estire las comisuras cuando la auxiliar le cambia la
sonda.
El Rabias
tenía por nombre cristiano Javier, igual que este escribidor. Desgraciadamente,
no es lo único que compartimos.
La buena cocina sencilla y sabrosa, incluso la hecha con vinagre y la ironía incluso la amarga;
ResponderEliminarel sentido del humor aunque sea reírse de sí mismo; el escepticismo, incluso el más oscuro, con ellos de compañeros podemos sentarnos a la orilla del río para ver como pasan las aguas.
Salud
Pero algún día habrá que dejarse arrastrar por la corriente, ¿no?
EliminarUn abrazo
"Peleado con el mundo" aprendí yo a decir, de jovencito, de los Rabias, y no parecía efecto de circunstancia alguna, sino sello genético. Del mismo modo que hay simples, solidarios, maliciosos, ingeniosos y hasta ingenieros..., también hay "peleados con el mundo". Gente combativa, en todo caso, enardecida, inquieta, comunicativa... También tienen sus valores los "rabias" de este mundo. Con todo, la tendencia a imponer la propia presencia es la antítesis de mi concepción de las relaciones sociales. Prefiero la soledad. Que es duro aprendizaje, que conste.
ResponderEliminarEse es precisamente uno de mis puntos fuertes, Juan, la soledad, aunque a casi todo el mundo de mi entorno le resulte tremendamente contradictorio, dado mi alto grado de socialización aparente. Es a solas cuando se piensa, se rumia y se revientan ampollas cargadas de algo, sea poco o mucho. En el entorno de los demás, cuando interactúas con los semejantes, poco o nada queda en claro que no sea lo manido, sabido y tantas veces despreciado.
EliminarPero, sucede, que a uno no le suelen dejar solo, que el frenesí mundano absorbe todo lo recoleto que puedas ser y estar, y te engloba, y te devora, y entonces tienes que ser lo opuesto, o parecerlo, que al final es lo mismo, porque de mucho aparentar acabas por ser lo que mismamente representas. Y de ahí esa congoja, ese sentimiento fugaz pero intensísimo de nada, de querer disolverte pero tener que quedarte, en el mismo sitio, con alguien al lado que te recuerda al oído cuál es tu lugar, siempre, siempre...
Un abrazo