martes, 22 de octubre de 2013

Gruñidos

Tuve una vez un compañero al que llamaban Rabias. Siempre estaba gruñendo, como suelen hacer esos perros –Bulldog, creo que es la raza– mientras pasean, que todo el tiempo van con la cabeza gacha, gruñendo, o rabiando; es su natural así, pero resulta gracioso cruzarse con uno, porque su aspecto fiero contradice su noble y tranquila conducta.

El Rabias no conocía límites: siempre estaba protestando, no importaba el motivo, ni el lugar, ni siquiera si tenía o no razones evidentes y suficientes para ello. Cuando algo le molestaba, lo decía; y lo hacía, además, con militancia feroz, despotricando a diestro y siniestro contra todo aquello que le importunara. A veces, ni siquiera necesitaba un motivo directo para iniciar su retahíla de descalificaciones –porque, eso sí, a pesar de su cortedad intelectiva, conocía más de cien modos distintos de insultar a la gente–, sino que le bastaba con ser testigo de algo para arremeter contra el pobre diablo que hubiera tenido la desgracia de cruzarse en su camino infringiendo su particular código de conducta. Tan malparada quedaba la víctima, y con tan pocas fuerzas para la discusión, que el Rabias se convirtió progresivamente en un sujeto solitario, al que todos esquivaban, daban excusas, o directamente rechazaban.

Con el tiempo, su capacidad para discernir el entorno real del puramente imaginado fue disminuyendo, y él, acallándose. Poco a poco, no le quedó a quien hacer cómplice, y ni siquiera confidente, de sus críticas vehementes. Con su verborrea silenció su conciencia, y entonces, habiendo transformado su contumaz estupidez y rencor en incipiente locura, se le podía ver hablando con el sujeto hecho de sombra que solía caminar a su lado. El Rabias se desahogaba, y el otro aguantaba bien, sin rechistar, cuantos despropósitos salían de su boca despoblada.

Nadie pudo decir jamás que el Rabias hubiera hecho daño a alguien, si acaso a sí mismo, con su fecunda amalgama de improperios rebosantes de ira, despecho e impotencia. Sin embargo, todo el mundo a su alrededor respiró aliviado cuando dejó de hablar, cuando se quebró su voz y su mirada saltó fuera de las pupilas que la contenían para no volver nunca a habitar en ellas. Vive, desde entonces, entre este mundo y el otro, permitiendo que las horas pasen en balde a través de su estéril existencia. Por toda muestra de contarse aún entre los que respiran, una mueca torcida hace que su rostro estire las comisuras cuando la auxiliar le cambia la sonda.

El Rabias tenía por nombre cristiano Javier, igual que este escribidor. Desgraciadamente, no es lo único que compartimos.


4 comentarios:

  1. La buena cocina sencilla y sabrosa, incluso la hecha con vinagre y la ironía incluso la amarga;
    el sentido del humor aunque sea reírse de sí mismo; el escepticismo, incluso el más oscuro, con ellos de compañeros podemos sentarnos a la orilla del río para ver como pasan las aguas.
    Salud

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    1. Pero algún día habrá que dejarse arrastrar por la corriente, ¿no?

      Un abrazo

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  2. "Peleado con el mundo" aprendí yo a decir, de jovencito, de los Rabias, y no parecía efecto de circunstancia alguna, sino sello genético. Del mismo modo que hay simples, solidarios, maliciosos, ingeniosos y hasta ingenieros..., también hay "peleados con el mundo". Gente combativa, en todo caso, enardecida, inquieta, comunicativa... También tienen sus valores los "rabias" de este mundo. Con todo, la tendencia a imponer la propia presencia es la antítesis de mi concepción de las relaciones sociales. Prefiero la soledad. Que es duro aprendizaje, que conste.

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    1. Ese es precisamente uno de mis puntos fuertes, Juan, la soledad, aunque a casi todo el mundo de mi entorno le resulte tremendamente contradictorio, dado mi alto grado de socialización aparente. Es a solas cuando se piensa, se rumia y se revientan ampollas cargadas de algo, sea poco o mucho. En el entorno de los demás, cuando interactúas con los semejantes, poco o nada queda en claro que no sea lo manido, sabido y tantas veces despreciado.

      Pero, sucede, que a uno no le suelen dejar solo, que el frenesí mundano absorbe todo lo recoleto que puedas ser y estar, y te engloba, y te devora, y entonces tienes que ser lo opuesto, o parecerlo, que al final es lo mismo, porque de mucho aparentar acabas por ser lo que mismamente representas. Y de ahí esa congoja, ese sentimiento fugaz pero intensísimo de nada, de querer disolverte pero tener que quedarte, en el mismo sitio, con alguien al lado que te recuerda al oído cuál es tu lugar, siempre, siempre...

      Un abrazo

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...