sábado, 23 de noviembre de 2013

La miseria que nos toca

Contar historias es una tarea entretenida. Muchas veces resulta, además, gratificante, porque le parece a uno que lo dicho puede resultarle útil al personal. Los cuentahistorias y escribidores que en el mundo somos sabemos esto… y poco más. Porque, también, en cada historia que cuentas te dejas la piel, te enajenas y pasas a pertenecer, siquiera sea levemente, a ese mundo contado; lo de menos es que sea real o imaginado, porque, en el fondo, ambos son perfectamente válidos.

Probablemente, contar historias no sirva de nada. Las cosas no van a mejorar por el simple acto de decirlas, escribirlas o pintarlas. Pero tampoco van a empeorar, o esa pensamos. Y, en muchas ocasiones, no solo sería injusto que calláramos sino que constituiría, además, un delito digno de ser tipificado. Por eso les voy a contar lo que sigue.

Hace un par de días, una amiga que trabaja como vigilante de seguridad en un gran centro comercial de estos que están tan en boga, me hacía confidente de algo, una pequeña historia que le ahogaba. Sabedora de mi afición a juntar palabras, me contó el caso de un tirón, con sus azules ojos empañados, tal y como este escribidor se la cuenta a ustedes ahora.

Me decía mi amiga –pongamos que se llame Mariluz– que últimamente, sobre todo desde que comenzó a apretar la temperatura hacia abajo, apreciaba mayor afluencia de gente en el centro comercial. Pensó que era algo lógico, ya que el tiempo no invitaba mucho a pasear por la calle, y se estaba mejor a resguardo, de compras o tomando algo en cualquiera de los muchos bares y establecimientos de comida basura del centro. Pero había algo que no encajaba en este cliché tan ambiguo, aunque ese algo se le escapaba.

Poco a poco, tarde tras tarde, se dio cuenta de que se repetían los mismos rostros, las mismas situaciones, y que una fotografía idéntica podría valer para todas las tardes. Eran familias enteras, el matrimonio con dos o tres niños, y a veces la abuela. Llegaban todos juntos, caminaban arriba y abajo unos metros y después se sentaban en las zonas de descanso, en cómodos sillones, mientras alrededor de ellos el mundo continuaba su marcha. Esa gente era hispanoamericana, se les notaba en los rasgos, en la morfología y en el acento: eran indígenas con muy poco cruce. Eso no habría sido relevante en absoluto para Mariluz, porque es una mujer sin prejuicios, que solo trata de hacer bien su trabajo y sacar a su pequeño adelante. Pero Mariluz tiene un supervisor, uno de esos tipos que siempre está hablando de objetivos, de compromiso con la empresa, de eficacia, eficiencia y todas esas mandangas que aburren a los muertos, si los muertos pudieran aburrirse.

Me dijo Mariluz que el supervisor de su zona le había ordenado que, muy discretamente, acompañara a esa gente a la salida, porque no pintaba nada allí, tarde tras tarde, sin comprar nada, sin producir nada, sin hacer otra cosa que estar sentados evitando el frío de la calle. Mariluz dudó. Tenía un trabajo que necesitaba conservar; y tenía una conciencia sin la cual quizá podría vivir. Debía elegir. Se acercó a una de esas familias –por entonces eran varias las que buscaban el calor del centro, y algunas, ya, de españoles de pura cepa–, y les preguntó el motivo de su presencia allí, ya que no hacían compras ni esperaban a nadie. La respuesta no pudo ser más directa: tenían frío. Pero no solo en la calle, sino en casa. Bueno, en lo que ellos llamaban casa, un estudio entre dos plantas de un edificio en un barrio periférico de inmigrantes, donde las cucarachas tenían nombre y apellido, sin agua caliente ni calefacción. Mariluz se enteró, como si se tratara de una broma macabra, que cuando lo alquilaron, en la pared había un termómetro que al amanecer marcaba 11 grados, y que al mediodía a duras penas sobrepasaba los trece.

Mi amiga les miró a todos, uno a uno. Acarició el negro cabello del más pequeño de los niños y se fue al puesto de control de los vigilantes del centro comercial. No le dijo nada al supervisor; ya se enteraría. Abrió su taquilla, sacó el termo que cada tarde le acompañaba y volvió a la zona de descanso. Hizo lo único que podía, invitar a café con leche a la familia. Su conciencia había ganado la batalla.

Y desde entonces Mariluz, que apenas cobra 800 €, que solo descansa tres días al mes, que siempre está de tarde, que espera que en cualquier momento la despidan, comparte cada tarde su termo de café con leche con esa familia de nombre desconocido pero de vívido retrato, ese que nos muestra lo miserables que [todos] podemos llegar a ser.


8 comentarios:

  1. Qué historia tan triste... Y lo peor de todo es que es real, perdemos la humanidad cada día. Menos mal que tu amiga, pongamos Mariluz, nos ofrece un poco de esperanza.
    Y nosotros... qué hubiéramos hecho de estar en su lugar? Miedo me da la respuesta pues estamos tan cansados, tan apretados, tan habituados al horror y a esta sociedad, que quizás no hubiéramos sido tan valientes y solidarios como tu amiga, pongamos Mariluz.

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    1. Más que en el lugar de Mariluz, Oki, intento continuamente, una y otra vez, ponerme en el lugar de esa familia que pasa frío. Y, créeme, no es una tarea muy complicada alcanzar un elevado grado de empatía, no lo es...

      Un abrazo

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  2. Me espeluzna que esta historia pueda ser real. Me cuesta pensar que se pueda llegar a tal grado de vileza por parte de los responsables de los centros comerciales. En los que conozco no creo que pudiera pasar, pero vete a saber. Hay siempre malnacidos que hacen real las peores expectativas. Chapeau por Mariluz, sea real o inventada. Afortunadamente hay personas también buenas que no se dejan amilanar aun a riesgo de perder su trabajo. ¡Qué historia tan triste! Lo malo es que puede ser demoledoramente real.

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    1. La miseria es tanto una cuestión económica como moral, es decir, que la hay de ambos tipos, aunque en muchas ocasiones van tan unidas que resulta complicado distinguir una de otra. No debemos asustarnos de que muchos individuos sean capaces de cometer todo tipo de objetivos, Joselu, sino de que otros tantos, abrumadora mayoría, seamos incapaces de impedírselo. Comparto tu tristeza, es más, soy germen de su crecimiento, y no veo modo de detener el círculo fatídico, sea real o imaginado.

      Un abrazo

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  3. En la Biblioteca pública de Boston coincidí siempre, durante los meses de frío -que allí alcanzan los -26º- con tres mendigos que se instalaban tan ricamente en una mesa y que ni siquiera se tomaban la molestia de coger un libro de las estanterías de los de libre acceso. Se entretenían en ordenar sus pertenencias, que esparcían antes por todo el tablero, imposibilitando que alguien compartiera la mesa para seis que ocupaban. Nunca nadie les dijo nada, ni creo que a nadie se le pasara por la cabeza algo parecido a echarlos. El nombre del edificio, como un sagrado medieval, los amparaba: Public Library.

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    1. Y, ¿qué abismo media, Juan, entre Biblioteca Pública y Centro Comercial? Eso mismo... Ahora bien, poco o nada me extrañaría que incluso en el país de la libertad extrema comenzaran a ponerle coto al frío, al hambre y a la miseria toda, prohibiéndola por ley, como parece que ya se hace más aquende.

      Un abrazo

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  4. ...que nos toca de cerca, muy de cerca. Ayer miso. Una mujer delante de mí: no puedo pagar el material escolar (las licencias digitales y/o libros socializados que se les facilita a los alumnos) ni el depósito para el préstamo del ordenador. Gana 600€ y tiene ¡seis hijos! La mujer, compungida quiere que sus hijas "estudien", y decía la palabra como un talismán que las protegerá del aciago destino en que están y que las acecha. Salió de mi despacho con el alivio de poder ir pagando de 5 en 5 euros hasta final de curso...

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    1. Así es... Gente sin estudios, gente con estudios, gente por estudiar... ¿Quién puede decir que esté a salvo, de entre esta masa informe [mal] denominada pueblo? Basta con que se tuerza uno de los miles de genes que componen la estructura social para que cualquier organismo, hasta entonces correcto, si se puede emplear ese término en genética social, mute y provoque una aberración, comenzando por su propia ruina, en más de un sentido. Dependemos tanto de cosas tan endebles que parece milagroso cuanto no nos sucede de malo, y solo con pensarlo es capaz la emoción de echarse a temblar.

      Un abrazo

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...