El Estado se gestó para protegernos de nosotros
mismos. En aras de conseguir ese objetivo, se arrogó, como primera medida, el
monopolio de la violencia, que de esta forma encauzó convenientemente la
justicia, sometida a un difuso principio de universalidad. Es evidente que no
se logró que esta justicia institucionalizada fuera igual, universal ni justa,
pero esos detalles no les preocupaban a los detentores de la fuerza más que a
la hora de recabar del pueblo –entiéndase éste en sentido lato, pues tanto nos
da a estos efectos que se denomine plebe, ciudadanía, masa o súbditos, según la
época– su consuetudinario asentimiento para la tarea autoencomendada.
Dijimos hace unos días que había una sutil diferencia
entre terror [= Miedo muy intenso/Método
expeditivo de justicia revolucionaria y contrarrevolucionaria (de los
franceses, entiéndase)] y terrorismo [= dominación
por el terror/sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror],
y no nos vamos a desdecir, desde luego. El Terror en sí fue esa época
especialmente sanguinaria del proceso revolucionario francés durante la cual
nadie, quienquiera que fuese y el puesto que ocupara, podía considerarse a
salvo: los servicios de inteligencia
de la patria funcionaban a destajo. El propio origen del término terrorismo a
partir de este momento histórico tiene innegables connotaciones políticas: se
es terrorista cuando se ejerce la violencia con fines políticos y/o
ideológico-religiosos. Pero esta definición se aplica exclusivamente a quienes
no detentan el poder legítimo estatal,
es decir, a aquellos que quieren detentarlo y para ellos se sirven de los
recursos que tienen a su alcance: la violencia, el asesinato político, el
secuestro... Sucede así porque se trata de una lucha desigual entre un ente
político fuerte, amparado por el Derecho internacional, y uno o varios grupos
armados en situación de inferioridad cuantitativa y con una capacidad de fuerza
reducida a acciones puntuales mantenidas en el tiempo, de escasos efectos
materiales, aunque de enormes repercusiones sociales y políticas. Esto se debe,
en gran medida, a la amplificación que encuentran en determinados medios y
foros de opinión.
Si somos coherentes con estos presupuestos, el
término terrorista engloba a un amplio espectro de grupos, prácticamente todos
cobijados bajo aspiraciones políticas, religiosas e ideológicas –o todas ellas
al mismo tiempo– que les sirven de excusa y dotan a sus movimientos de vigencia
y actualidad, incluso y a pesar de lo obsoleto que pueda ser su discurso.
Hablamos, entonces, de organizaciones con reivindicaciones políticas
independentistas, como el no se sabe todavía si extinto IRA, la propia ETA, Hamás
y, en el pasado, la OLP, que pasó de ejercer el terrorismo activo al pasivo al transformarse sus estructuras
de poder en Estado fallido; otras con objetivos de carácter ideológico, aunque
también persigan, a la postre, logros políticos como forma de darles adecuado
cobijo, caso de las FARC, el ELN, Sendero Luminoso, o en el pasado las Brigadas
Rojas y la Baader-Meinhof; y, por último, otras quizá más radicales porque se
nutren exclusivamente de terminología religiosa fanatizada, que pretenden la
fundamentalización de todo el mundo, de
todo el mundo, por medio de la implantación del Estado islámico, y cuyo
paradigma es Al-Qaeda, si bien existen otros grupos afines repartidos por los
países musulmanes, como Hezbollá en Líbano.
No son, en cambio, terroristas, los sujetos que
actúan sin pertenecer a organización alguna, en nombre propio, aunque sus
crímenes sean igualmente repudiables a los ojos de la ética y el derecho, como
violadores irrecuperables y psicópatas que asesinan en serie; no son
terroristas organizaciones cuyos métodos de funcionamiento y explotación del
medio y de la sociedad obedecen a la lógica del mercado, y se mueven asestando
golpes económicos sucesivos pero no emplean armas ni violencia física para
conseguir su particular dominación;
tampoco son terroristas asociaciones y bandas de crimen organizado cuya
finalidad es el asesinato, la trata de blancas, el tráfico de drogas o de armas
–¿incluiríamos aquí a los propios Estados, hablando entonces de terrorismo de Estado?–, como los
cárteles colombianos, las mafias de Europa oriental o la misma Cosa Nostra.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando quien reivindica no es
un grupo armado sino un sector político dentro de un Estado determinado? No se
podrá aplicar entonces el término terrorismo a sus acciones, ya que no
comportan violencia, aunque pretendan igualmente la dominación con
fundamentación soberanista de un territorio en régimen de exclusividad, sin
compartir la potestas y el imperium con ningún otro Estado. Es una
lástima que lo que realmente no persiga nadie sea la auctoritas.
Sucede que en el [hipotético] sistema anarquista
todos quieren el mando –para no tener que ejercerlo, dicen– pero ninguno lo
consigue, mientras que en los regímenes democráticos, aunque todos desean
igualmente mandar, solo uno lo consigue. Y esa es la causa de que la democracia
[occidental capitalista] funcione, aunque mal. Pero, ¿qué cosa hecha por la
mano del hombre lo hace bien?
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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...