Existe un debate abierto —más bien una gran hemorragia— sobre la autoridad que debe, o no, investir al educador (incluso se quiere por ley dotarle de tal, y anda la clase política parlamentando sobre un gran pacto en educación, y en Francia están dispuestos a llegar al soborno para erradicar el absentismo escolar). Mal planteado desde el principio, el asunto se torna en esperpéntico círculo vicioso que arremolina en torno a quienes estamos implicados. Y es que no es cuestión de autoridad sino de capacidad.
¿Somos por ventura todos cuantos pertenecemos al ilustre gremio docente, ¡oh ínclitos maestros!, merecedores de los loores que con tanta desfachatez como ligereza solemos atribuirnos? ¿Atraemos con motivo sobre nosotros todo tipo de diatribas con que la sociedad frecuentemente nos premia? Se extiende como una mancha ese sentimiento de frustración, de fracaso, que acompaña al trabajo mal rematado. Pero esa incompetencia debe ser asumida colegiadamente, porque, a propósito de la educación, no se sabe nunca de quién es la responsabilidad, pero seguro que de los chavales no.
Leía hace muy poco a un amigo que señalaba directamente a los responsables del asunto: los políticos. Y debe de ser verdad. ¿Por qué siempre, buscando culpables, se recurre a la fácil expresión el sistema cuando realmente ese sistema tiene nombre y siglas? Amparados en el anonimato inane que esta estructura les confiere, deshacen con nocturnidad, cual Penélope, el manto que a ellos mismos tanto les cuesta hilar.
Hablamos y hablamos del asunto, y cuando parece todo adormecido, siempre hay alguien dispuesto a volver a hablar. Pero nunca aportamos ni siquiera un esbozo de solución. ¿Será por ventura ésta tan difícil de encontrar? El mejor docente lo es a través de su palabra escrita, porque sus discentes lo son por convicción y afán de conocimiento. ¿Qué merito tendrá el maestro ante sus alumnos sentados en el aula sólo porque el sistema les obliga? No faltará quien incluso aprenda algo, pero los más, escasos de ganas y hasta de capacidad, se someten por fuerza a la violencia que ejercemos sobre ellos, a la coacción de padres, educadores y dirigentes seguros de sí mismos en la aplicación de tan rígido esquema educacional. Nadie es culpable, así es el sistema, dicen unos y otros. Pues entonces, esa mágica solución anhelada se me revela sencilla: cambiemos el sistema. Pero no hay ganas...
Resulta estremecedor comprobar cómo este anunciado fracaso nos ha alcanzado ya. Hay que formar a las nuevas generaciones en el amor, la dedicación y el esfuerzo; si no es así, la sociedad se desmorona de dentro afuera. La falta de percepción de la realidad por parte del adulto y su comodidad y pereza no son modelos dignos de ser seguidos sino, antes al contrario, un claro exponente de las carencias de esta sociedad que en absoluto inducen al respeto a la autoridad ni a cosa alguna. Es preciso hablar entonces, también, de disciplina, y no sólo de principios democráticos, porque, de no ser así, pareciera que la democracia únicamente implica derechos.
Los alumnos sufren todo el peso del sistema sin poder decidir sobre él. Los padres de los alumnos, que sí pueden tomar decisiones —aunque en no pocas ocasiones sería mejor que no lo hicieran—, están tan ocupados ganando dinero para la formación y sustento de sus hijos que declinan hacerlo inhibiéndose a favor de los maestros. Éstos carecen generalmente de capacidad y respaldo legales para intervenir, y parecen desmotivados y perdidos, cuando no ocultos tras el parapeto que cómodamente llamamos Administración, y tornan anhelantes su mirada hacia arriba. Y allá en lo alto los políticos, a quienes nadie pide responsabilidades por su actuación, posponen cualquier medida de alcance por resultarles incómoda, o impopular, o improductiva, porque su verdad última es el nulo interés en que cambie el actual modelo de educación que tan perfectamente controla el masivo aborregamiento de la sociedad, tan completo que es ya una realidad de alcance mundial.
Entonces, ¿qué queda? Si nadie es responsable, y mucho menos culpable, paréceme obvio que nadie está capacitado para solucionar el problema. Pero alguien tendrá, tarde o temprano, que hacerlo, ¿no? Quizá sea ya tiempo de que en los asuntos que nos afectan comencemos a tomar decisiones en vez de dejarlas en manos de otros. Si padres, profesores y políticos se proclaman incompetentes para afrontar la educación de los chicos, ¿no sería más conveniente a los intereses comunes liberarlos de tal carga?
Ya lo apunté en otro sitio y quizá me estoy repitiendo: lo básico de la educación, la estructura imprescindible sobre cuya base será posible construir desde la más sencilla choza hasta el más complejo edificio, son los límites (del respeto de los cuales surgen luego los derechos).
ResponderEliminarLímites en el hogar, donde los padres son para el hijo el principal modelo de ser humano a emular, y que marcarán claramente a través de sus palabras, su comportamiento, sus exigencias, sus valores, sus prioridades, sus juicios, su coherencia, su responsabilidad y su credibilidad. Límites también en la escuela, y en el instituto, donde se establecerá con claridad e inmediatez la relación entre determinadas acciones y sus consecuencias, para bien y para mal.¿Podemos llamarlo disciplina? Bien podemos... Pero llámese como se llame,
de poco sirve empeñarse en emplear años de esfuerzo en 'rematar' la construccion con tejados de ciencias y filosofía, fachadas de literatura y de idiomas, cerramientos de arte o tecnología, si se carece de la debida cimentación o la estructura es inadecuada para soportar el necesario peso.
La educación es algo previo y distinto a la formación, aunque la segunda debería ayudar a pulir, aumentar y enriquecer la primera. No es infrecuente hallar personas de exquisita educación entre labradores, artesanos, ganaderos... La educación hace posible la pacífica convivencia, despierta en nosotros la conciencia de que el prójimo existe y merece un respeto, azuza el afán de conocimiento, facilita el reconocimiento del mérito ajeno y del propio, aleja la tentación de liberar el instinto animal que albergamos y posibilita pensar antes de obrar. Ese es el primer bien cultural a conseguir y la carrera para lograrlo diría yo que empieza y acaba en casa (con matices).
¿Qué está fallando para que no se logre ni una buena educación ni una buena formación? ¿Son las familias, la escuela, los planes de estudio, los valores sociales, los responsables, uno a uno o colegiadamente, del fracaso en la consecución de estos objetivos? Que los alumnos que no tienen interés por aprender sean obligados a permanecer en las aulas, no ayuda. Que los docentes, tomados en su conjunto, no cuenten con el debido respeto social y profesional, tampoco. Que algunos de ellos no tengan capacidad para ganarse a nivel individual ese respeto, por mor de méritos propios personales y profesionales, sin duda colabora. Que los políticos que nos representan alumbren leyes y reglamentos poco sensatos y que, además, asignen presupuestos insuficientes a la labor, también.
Pero no se me ocurren respuestas ni soluciones generales; quizá el único camino sea que cada cual cumpla con eficiencia la parte del cometido que, en la tarea general, tiene asignada. Los mecanismos sólo funcionan cuando cada una de sus piezas realiza con precisión la parte del movimiento que le corresponde.
La educación -como bien indica zim- empieza y termina en casa (con puntos intermedios, claro, como pueden ser el colegio o el equipo de fútbol en el que juega el niño). El niño se mira en sus padres y, consciente o inconscientemente, intenta imitarles. Pero claro, una vez deja el hogar y va a la guardería y, después, al colegio, empieza a recibir otras influencias. Cuidadores, maestros y amigos de escuela contribuyen a ir formando la personalidad del niño.
ResponderEliminar¿Aquí acaba todo? Nos falta -al menos- otro factor quizás más influyente aún: la televisión. No se sabe del todo bien por qué, pero los comportamientos que de ahí salen, “atontan” e incluso “hipnotizan” en mayor o menor grado a los que la vemos. Y a los niños -aún sin formar su mente en amplísima medida- les resulta como un líquido que penetra con suma facilidad por sus poros neuronales. Por ello es de vital importancia la regulación de su visión por los padres. Que -evidentemente- no consiste en quitarse de en medio a los revoltosos hijos poniéndoles la tele para que les “atonte” y adormezca. Sí, los padres son conscientes de que los hijos se atontan fácilmente con la tele y, aún así, no dudan en muchos casos en ponerles bajo sus -a menudo- perniciosos efectos.
De acuerdo, por otra parte, con Javier en el hecho de que los chavales son los que menos culpa tienen de su mejor o peor educación. Ellos no hacen más que absorber las conductas que ven a su alrededor, filtrando lo que les parece mejor en base siempre a sus personas de referencia: por este orden -al menos en las edades iniciales- padres, maestros y amigos. Me queda la duda (aunque personalmente siempre me he mostrado en contra de esta postura) de si los niños ya vienen al mundo con un temperamento y -aunque sea mínima- “educación” congénita; si así fuera, no sería del todo cierta esa mencionada carencia de culpa (a pesar de que podría considerarse una responsabilidad no intencionada).
¿Qué la culpa la tienen en última instancia los políticos, que no se preocupan de cambiar el “sistema”? Opino que los políticos, aparte de tales, son padres previamente. Y un mal padre no puede ser un buen político en materia de educación. Si no cambia previamente su conducta como padre, no parece fácil que vaya a cambiar las leyes educativas. Parece evidente que los políticos no son los únicos culpables. La casa -recordémoslo una vez más- se construye desde los cimientos. No tenemos más que oír a muchos padres para darnos cuenta de que el mal no solo se halla en el Congreso, sino en toda la sociedad (o en gran parte al menos). No podemos –como pretende la desesperada idea de decidir por Decreto que los docentes sean considerados autoridad pública- pensar que los políticos pueden cambiar la forma de pensar de las personas. Asumamos nuestra responsabilidad y, si la ley no prestigia a los maestros (lo cual sería discutible), prestigiémoslos nosotros mismos, sobre todo a los ojos de nuestros hijos. ¿O es que siempre tenemos que refugiarnos en que la ley no está bien para justificar la mala educación de nuestros vástagos? ¿No nos saltamos las leyes –o al menos lo intentamos- cuando nos interesa? Y también deberíamos descalificar frases tales como “tú busca siempre lo mejor para ti y, si tienes que pasar por encima de otro, hazlo porque él no tendrá ningún miramiento en hacer lo propio contigo”, o “tienes que luchar para ser primero porque el mundo es una selva”.
De todos modos, tampoco deberíamos olvidar que la educación nunca ha sido perfecta. Lo que sí ha sido mejor –generalizando- son los objetivos que tenían los padres y maestros en su mente hacia sus hijos y alumnos. E, insisto, la base son los padres y, después, los maestros.