miércoles, 17 de marzo de 2010

Día de paga

Cuando Gil apagó el candil supe que había llegado el momento. Ya era la hora. De nuevo el ritual mágico-sagrado de cada año. La sala en penumbras, el escaño, unos pasos más allá, a mi disposición. Al fondo, como siempre, el público en las gradas. ¿Había más que en otras ocasiones o era una falsa impresión? Que bobada, sabía perfectamente cuántos éramos.

Gil me hizo una seña imperceptible con la cabeza y comencé a caminar desde mi butaca en la primera fila, la número uno, hasta el escenario. Siempre era el primero. Como estaba elevado sobre el suelo en pendiente, tuve que subir un par de escalones. Sentía las manos frías y húmedas, sin duda por la tensión ansiosa que padecía en esos instantes. Me temblaban incluso las piernas, y parecía que me iba a doblar en dos literalmente, por las rodillas, no sabía si hacia delante o hacia atrás…

Un foco intenso se abalanzó sobre mi enjuta, oscura figura, convirtiéndome doblemente en blanco. Primero por ser el protagonista hoy, y después por estar iluminado. Una línea apenas delimitada contra lo negro se encendió a lo largo del perímetro, difuminando la débil luz de los candiles ceremoniales. En el escenario, junto al escaño, un poste de madera labrada, y sujeto a él por una cadena finísima y resplandeciente, el ecce cattus. Negro como yo mismo, sus felinos ojos eran dos estrellas que me taladraron. Era lo único que se veía de él. Maulló quedamente, ronroneando. Le pasé la mano por el lomo y se enervó desde la punta de la cola hasta el bigote. Trató de enroscarse en mi pierna derecha, pero Gil me empujó levemente, con firmeza, un poco más allá.

Reculé hasta el escaño y me senté, inquieto, nervioso, temblando. Me dolía la espalda y la sien derecha palpitaba con un pulso rápido y lacerante. El corazón latía apresurado y parecía llenar ya todo el pecho, a la izquierda y a la derecha. Miré al frente, tratando de ver algo. Nada. Sólo una masa informe en suave movimiento silente, expectante, dispuesta para la función. El minino ronroneaba, yo sudaba y Gil hablaba…

«Como cada año, queridos compañeros, ha llegado el momento de valorar nuestro trabajo, de dar a cada uno lo que merezca. Estamos aquí reunidos para proceder a la entrega de la debida paga que con tanto esfuerzo nos hemos ganado. Ha sido un largo año, lleno además de muchos inconvenientes. Nos han dejado media docena de compañeros, para ellos un sosegado recuerdo…».

Gil bajó unos instantes la cabeza, yo también. Los demás asistentes hicieron lo mismo. Ciento noventa y ocho testas humilladas, en silencio. Sólo el gato miraba altivo, desafiante, a lo lejos. Gil volvió a hablar.

«Valoraremos a continuación lo que hemos hecho, seremos nuestros jueces y seremos nuestros pagadores, una vez más, como siempre. Y como siempre también, hasta que nos deje, el compañero AAA será el primero en recibir su paga».

Gil se volvió para mirarme y el foco, hasta entonces sobre su cabeza, tornó a iluminarme con destellos. Me incorporé lentamente. Todavía temblaba. Y sudaba. Estaba intranquilo. Llamarse AAA tenía sus ventajas, pero también el inconveniente de ser siempre el primero en cobrar. Inauguraba año tras año el ritual, a ciegas, sin saber a qué atenerme. Además, no había sido muy bueno este año pasado, no. Demasiados problemas, demasiados cambios… Seguro que la paga sería escasa…

De pie, inmóvil, sin respirar, esperé. Entonces, desde el fondo de la sala, un tímido aplauso vibró incierto y se esparció sin rumbo. Empecé a contar. Uno, dos, tres… Otro aplauso, también tímido, se unió al primero. Sonaban huecos, sin ganas. Seguro que eran AAD y ABD, en el fondo siempre tan comprensivas. Cuatro, cinco, seis… Un tercer aplauso completó el raquítico coro. Siete, ocho… los aplausos cesaron. ¿Ya está? Si que había sido un mal año… Una paga miserable. La vergüenza se apoderó de mí. Bajé la cabeza y bajé del escenario. Me senté en mi butaca número uno de la primera fila, llorando.

A continuación subió al escaño AAB. Gil la presentó. Era pelirroja, pecosa, muy eficiente y segura. ¿Cuánto le pagaríamos? Comenzaron los aplausos. Muchos. Sonaban estruendosamente entre mi llanto y mi hipo. Un minuto y treinta y cuatro segundos, conté. Despechado, yo no aplaudí.

3 comentarios:

  1. Este relato es triste, enormemente triste.

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  2. ¿Acaso podría ser de otra manera?

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  3. Los 'despechados' hijos de Eva, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. El despecho: ese resentimiento hijo del desengaño.

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...