viernes, 26 de marzo de 2010

¡Eh, toro!

Saciado momentáneamente mi nervio político, aunque sólo sea por la sosez y mediocridad de los representantes de tal estamento, voy a abordar hoy un asunto que ni me va ni me viene, respecto del cual ni estoy a favor ni en contra, y que por supuesto es baladí, incluso frívolo, referirnos a él con la que nos está cayendo. Pero así somos, o así soy: inconsecuente, inconsistente, incompetente, improcedente, indeficiente…

Al parecer el toro es un símbolo de fuerza y poder, especialmente venerado entre los antiguos pueblos del Mediterráneo, un mar que una vez tuvo un solo dueño pero que en modo alguno puede identificarse con eso que llaman cultura mediterránea, que, supuesta su falaz existencia, vendría a no ser ni cultura ni mediterránea, salvo durante la época romana –y eso con todas las reservas debidas. ¿Cómo pueden de igual manera compartir cultura, valores, credo y civilización un libio, un egipcio, un turco, un israelí, un español, un albanés o un marroquí, como no sea porque todos nos miramos en el mismo mar? Pero eso no es suficiente para identificar a pueblos tan dispares (de la misma forma que no hay una cultura atlántica o una pacífica, si no, a ver en qué se parece un canadiense a un brasileño o a un polaco o a un guineano o a un japonés). No hay nada, absolutamente nada que una a tal diversidad de pueblos en esa engañosa cosa que nos quieren vender. O eso o servidor deberá ir pensando en dejar las clases de historia y buscar trabajo de cogecartones o mirateles.

Ya Estrabón, ese estupendo geógrafo griego que escribió para Roma y que describió la Península Ibérica desde su sofá, en el Libro III de su Geografía, hablaba de la piel de toro para referirse a ella, textualmente «Iberia se asemeja a una piel de buey extendida a lo largo de Oeste a Este, con los miembros delanteros en dirección al Este, y a lo ancho de Norte a Sur». Aunque Estrabón erraba ligeramente porque no situaba con precisión los Pirineos, y dados los medios cartográficos de la época, sin satélites ni nada, tiene su mérito tal apreciación. Por cierto, en Portugal, que también forma parte de la Península Ibérica, no matan al toro tras la faena.

El toro, es verdad, está presente en nuestras vidas a lo largo de la Historia, y no creo necesario remontarnos al héroe ateniense Teseo y su lucha con el Minotauro para corroborarlo. Mitad hombre mitad toro, el mito cretense encarna ese ideal de fuerza unida a la inteligencia que, desgraciadamente, no cuajaría más que en esa especie de monstruo híbrido, sin que pudiera dar el paso evolutivo necesario para ser una cosa u otra: ni el toro alcanzaría nunca la inteligencia, ni el hombre ha logrado jamás esa fuerza.

Muchos son los seguidores de la fiesta nacional, y muchos más, si juzgamos por el griterío que les precede, los detractores, entre los que se cuentan por igual ecologistas, pacifistas, vegetarianos, politiqueros de izquierda, radiofónicos oyentes, trasnochadores del 68 y tertulianos varios. ¿Prohibir los toros? Bueno. En Inglaterra, donde son mucho más británicos que nosotros, no tuvieron reparos en prohibir la caza del zorro, o mejor dicho, el recreo de milord. Y ahí siguen. Aquí, en cambio, rápidamente se rasgan vestiduras de uno y otro lado. Pero, en todo caso, y sin que esto que digo se vea como una justificación de nada, no creo que haya ningún ganadero actual que mantenga a esos toros de soberbia estampa montando hembras y jalando a dos carrillos durante cuatro años para luego ponerles una medalla y seguir con el régimen de pensión completa hasta que la diñen, que por cierto no tengo ni idea de cuánto puede vivir un toro bravo sin pasar por la plaza. Así, quede claro que si se cierran las plazas, se cierran las dehesas, y las fiestas de los pueblos, y los puestos de trabajo y… en fin, que todo es pasta, ¿no? Y el toro, ese animal feroz, insensible –hay quien afirma, incluso, en lo que parece una desfachatez, que no pueden sentir dolor, no por lo menos de la misma forma que nosotros–, dejará de morir a las cinco de la tarde en la arena para ser sacrificado, lo mismo que los pollos, los cochinos o los visones para los abrigos de las señoras bien, en asépticas salas, sin estrés ni nada, todo muy humano. Si el toro pudiera elegir…

Como colofón, y para que vean que uno no toma partido en este asunto tan de andar por casa, no solamente son astados zaínos, bragados, los que se torean en la arena, sino hombres ahítos ya de banderillas, verónicas y chicuelinas. Hasta cuernos nos crecieron, fruto del complejo de bestia que hemos desarrollado gracias a la alienación del individuo, que ya sólo es sujeto. Reculones, nos dan tres avisos porque no nos rematan bien, así que volvemos al toril y acabamos como pregonados.

2 comentarios:

  1. A mí me gusta que existan los toros.

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  2. No creo que haya que defender la existencia de las corridas porque así se crean una serie de puestos de trabajo o que, si no, los toros (la especie animal) no existírían. Así podríamos defender la construcción, por ejemplo, de un rascacielos junto a la Plaza Mayor de Valladolid, puesto que ello supondría la creación de multitud de empleos. Hay que considerar, por contra, argumentos basados en si está de acuerdo con nuestros valores éticos el someter a un animal a un castigo como el que vemos en las plazas para solaz de los amantes de tal espectáculo. Y frases como que "los toros no pueden sentir dolor como lo sentimos nosotros" me parecen una memez, directamente. Parece claro que no soy muy partidario de la existencia de esta "fiesta", pero la verdad es que no lo tengo tan claro.

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...