En la escala de Richter los terremotos se miden hasta alcanzar una magnitud por el momento indeterminada, ya que al tratarse de una gradación abierta el límite no lo marca la escala en sí sino la energía desarrollada por el encuentro de las placas que motivan el temblor. El de mayor intensidad desde que se usa la medición sísmica tuvo lugar en 1960 precisamente en Chile, y alcanzó 9,5 en la dicha escala de Richter. Se presume convencionalmente que el límite sería el 10, pero, como señalo, sólo es una presunción.
Hay que decir, también, que el nivel de destrucción de un seísmo no está tanto en relación con su intensidad como con el lugar en que se produce. Así, el de Haití de enero de este año, con 7,3 grados de intensidad, se estima que provocó unas trescientas mil muertes directas y una devastación prácticamente absoluta, mientras que el que lamentablemente acaba de ocurrir en Chile, con una intensidad de 8,8 ha matado a un número infinitamente menor de personas –puede que un millar–, y aunque ha destruido infraestructuras, nada que ver con el desastre haitiano.
La Tierra está viva. Las fuerzas de la Naturaleza son tan temibles como mortíferas o imprevisibles, por más que el hombre siga empeñándose en doblegarlas. Lo único que podemos hacer es prepararnos lo mejor posible para esos momentos en que el planeta tiene hipo, o tos, o resfriado. Pero es precisamente lo que no hacemos, o no en todas partes, o no todo lo bien que podríamos. Hoy la tecnología, que el ser humano sí controla y domina, es de tal calidad que pueden construirse edificios suficientemente seguros ante cualquier terremoto –de los conocidos hasta ahora por lo menos–, como se pone de manifiesto en Japón, donde los seísmos son continuos y algunos incluso fuertes, o en otros lugares con un grado de desarrollo económico importante. No es el caso de Haití, obviamente. E incluso en la europeizada Chile, con una normativa antisísmica vigente, la tragedia es también significativa.
España, por suerte para nosotros, no se encuentra en una zona caliente del planeta. Aun así, de vez en cuando debemos pagar también el tributo a la Naturaleza, en forma generalmente de inundaciones que se producen por las intensas lluvias, llámese gota fría o, como ahora está de moda, ciclogénesis explosiva –qué tontería, bueno, la misma que cambiar de nombre los milibares de toda la vida para referirse a la presión atmosférica por los hectopascales, que deben de lucir más, según los entendidos del Sistema Internacional de Unidades–. En fin, que esos son todos los males que nos acechan: agua en forma de tromba intensa y vientos de fuerza considerable como los que hemos sufrido estos días. Poca cosa comparada con lo que padecen en otros lares, y cuyas consecuencias serían en gran medida evitables si no fuera por la codicia y rapiña de nuestro sistema económico, que aprovecha cualquier metro cuadrado para hacer un chalecito, da igual que esté en plena montaña con riesgo permanente de aludes de nieve o en las avenidas naturales de los cauces secos.
Lo que me extraña más es que estas cosas, que son tan desgraciadamente habituales en España, sucedan en la civilizada Europa. Y es que esta borrasca perfecta de película que nos visitó el fin de semana pasó luego a Francia y Alemania, países avanzados donde los haya pero que están pasándolas canutas: los franceses ya han pagado su tributo con más de medio centenar de muertos. Parece increíble tal cifra en un país como el vecino y por culpa de una borrasca atlántica, por muy perfecta que sea, la misma que aquí ha dejado tres muertos. El problema debe de estar, como en España, en esa especulación inmobiliaria que consiente la construcción en zonas históricamente inundables, al igual que en la desidia de las autoridades, que son incapaces de realizar la revisión y mantenimiento de los diques artificiales construidos para ganar tierra al mar.
Total, que no sólo no nos acercamos a los países más avanzados sino que, al parecer, éstos se empeñan en semejarse cada vez más a España, tierra de oportunidades para oportunistas. Resulta, así, que es en la escala humana donde pueden alcanzarse las mayores cotas de destrucción. Vivimos permanentemente en un seísmo de magnitud 10.
Sí, es sorprendente que países como Francia y Alemania en un momento dado pueden estar también expuestos a los desastres naturales. Es difícil prever todo lo que puede pasar. Sin duda, hay imprevisión en mucho de lo que ha pasado (construcciones en zonas inundables, especulación de todo tipo...), pero la seguridad absoluta no existe. Querríamos blindarnos frente al infortunio y la naturaleza, pero ésta cuando se levanta airada, echa abajo todas nuestras precauciones. Ayer leía el periódico una crónica sobre los terremotos que sacudieron Barcelona en los siglos XIV y XV. Aparentemente estamos en una zona poco expuesta a desastres sísmicos, pero el terremoto de Lisboa del siglo XVIII se dejó sentir en toda la península. No hay total protección.
ResponderEliminarPero asombra la cantidad de desastres en los últimos años. Terremotos, tsunamis, inundaciones, corrimientos de tierras... Sin duda la tierra está viva y hace de las suyas.
Un cordial saludo.
Me da rabia el maltrato a que sometemos a la tierra, y también creo que estos cataclismos deberían ser tomados como sus respuestas. Luego Evo Morales sale por la tele diciendo lo mismo, y ya me están poniendo verde mis cuñados. Pues aunque coincida en eso con este hombre, que lo peor que tiene son sus amistades y algunas ideas que ya habían desaparecido, sigo pensando que habría que tratar al planeta como a un dios, y no como un enorme vertedero.
ResponderEliminarY efectivamente, la especulación inmobiliaria está detrás del desastre en Francia. Avanzados o no, la avaricia es internacional.
Un saludo.