martes, 21 de diciembre de 2010

Necrófoba

Malamparada escudriñaba la entrada del tanatorio desde detrás del grueso tronco del ciprés centenario, clavando sus uñas en la inverosímil carne del árbol como si quisiera descortezarlo sádicamente para apropiarse de su savia. Absorta en la contemplación del tránsito de seres que iban y venían, esperaba el momento justo para entrar en el recinto. No se daba cuenta de que ya anochecía por poniente, de que el cielo limpio recibía a las estrellas cotidianas, de que sus ojos impermeables apenas parpadeaban… no se daba cuenta de que se iba el día. Recelosa, volvíase apresurada sobre sí misma para mirar alrededor, atisbando los movimientos pardos del paisaje.

Cuando por fin se decidió a entrar, venciendo su repugnancia y pudor, entró con el pie cambiado, y casi tropezó. En el suelo se viera, tan larga como era, si el conserje, que la sujetó, no le ofreciera su brazo. Un breve escarceo, lo siento, Ud. perdone, por favor… ¿puedo ayudarla? Gracias, sé adónde voy… En el vestíbulo, que se animaba por momentos, se daban cita los distintos parroquianos, deudores de algún finado, allegados, amigos algunos, quizá enemigos otros que se aseguraban del tránsito final, curiosos varios, cotillas sin otra cosa mejor que hacer… Malamparada, huidiza, negra sombra, mala sombra de sí, miraba de reojo a éste, al otro, a todos… Buscó incandescentemente entre las esquelas del tablón central donde los difuntos rezarían quizá por última vez en este valle, torciendo el cuerpo para esconderlo dentro, girando el cuello inverosímilmente para comprobar que el conserje no prestaba atención. Era grande el tanatorio, tenía dieciséis salas que se desgranaban alrededor del tambor central del edificio.

Este no, esta tampoco, no está, no está… sí, aquí, éste: Damián Suso García, murió a los noventa y dos años el día tal de tal después de recibir los santos sacramentos y bla, bla, bla… Ningún familiar rogaba una oración por su alma. Ni viuda, ni hijos, ni hermanos…, nadie. Solamente una breve indicación al final de la esquela resumía los tristes años finales del señor Damián, recogido en caridad en la beneficencia de las HH. RR. de Jesús. Malamparada anotó mentalmente el número de la sala y se escurrió por el curvo pasillo, pegada a la pared de frío tacto. Sala 15, la última de la izquierda. La puerta entreabierta… mal asunto. Alguien había. Escudriñó por la rendija… Dos monjas, quietas, sentadas, silenciosas. Parecían salidas de un anuncio de dulces celestiales, poseedoras de alguna espiritual receta de mazapán que les procuraría fama mundial y recompensa eterna, tan miopes, redondos, sonrosados eran sus rostros carnosos. Pero sólo eran dos monjas de la caridad, que por amor cristiano velaban a su huésped que fue en ausencia de familiares cercanos, conocidos o queridos.

Malamparada reculó, torpemente. Arañó con manos nerviosas, afiladas, la madera de la doble puerta de la sala 15. Miró por si en cualquier momento pudieran sus ojos encontrar la solución a tan enojosa situación. Pero no halló otra cosa mejor que el baño, al fondo del pasillo. Se metió en él presurosa y se encerró en un váter. Venciendo el asco que sentía, arrancó un montón de papel higiénico y limpió concienzuda y febrilmente la tapa antes de sentarse. Se dispuso a esperar. Su vejiga no le pedía alivio, pero su cabeza sí. Esperó y recordó. Afortunadamente para ella nadie intentó entrar en su cubículo, aunque sí oyó el trasiego de varios acompañantes al otro lado de la puerta, con el agua de los grifos corriendo, cisternas descargando, el orín golpeando en cascada contra la porcelana blanca, ventosidades mal disimuladas, suspiros, ayes estereofónicos, algún siseo…

Por fin, después de un buen rato, quizá más de una hora, o tal vez dos, se hizo el silencio más pertinaz. Nada lo perturbaba. Se atrevió a salir, avanzando hasta la puerta del baño muy despacio. Asomó su caballuno rostro entre el quicio y el marco y no vio nada. No oyó nada. Las luces de emergencia iluminaban entre sombras hasta donde alcanzaba su mirada, que se perdía austera en la curva del pasillo. Pero ni un alma. Si acaso las de los difuntos que esperaban en su sala pacientemente a que los acomodaran en el nicho, en la sepultura, en el panteón, en cualquier sitio menos entre los vivos, donde ya no podían caber más…

La puerta de la sala 15 estaba cerrada. Aferró el picaporte y lo accionó hacia abajo. Nadie. Las monjitas se habían marchado al asilo, a cuidar a sus viejos de solemnidad. Se atrevió a entrar, aun a oscuras. El aspecto fantasmagórico de la sala no logró intimidarla. Se acercó al cristal que la separaba del señor Damián. Allí estaba. El muerto. Lo miró con ansiedad, con nerviosismo, con alegría, casi. De cara alargada, como de cabalgadura, de abdomen hinchado, de poco pelo, de ninguna vida ya, tenía el finado la marca del hijoputa en el entrecejo. Seguro que le sudaban también las manos, en otros tiempos. Ella lo sabía bien.

Malamparada entró en el cuarto del muerto. La cara arrebatada, llena de color, la frente hinchada de calor. Empuñó el cuchillo y lo clavó, pero el muerto no se quejó. Lo volvió a clavar, lo hundió en la carne blanda, la desgarró. Volcó el féretro y el cuerpo inerte, frío, desnudo del blanco sudario, viejo, poco, cayó al suelo entre la ira y el arma de la mujer que lo mataba. La infancia entera robada, la juventud huérfana de amor, la madurez preñada de odio... Tantos besos obscenos. Tanta inocencia asesinada… Toda la humillación del mundo se contenía en cada cuchillada, en cada bofetada. Alevosamente lo mató, Malamparada Suso Figueira.

8 comentarios:

  1. Mis felicitaciones, Javier. Sin duda, tu mejor relato. Rectifico: el que más me ha gustado a mí, que no soy nadie capacitado para la crítica literaria.
    Aprovecho para desearte que pases unos felices días de descanso ... o de lo que sea. Salud, Javier.

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  2. El mejor será si el mejor te parece, aunque sólo sea fruto de un arrebato de media hora de tensión contenida.

    Aunque no practico, ni comulgo, ni rezo a los altares de ningún dios, te devuelvo tus buenos deseos. Gracias, Zim.

    Un abrazo.

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  3. Realmente oscuro y tenebroso... pero impactante y bien narrado. Me he sumergido en sus palabras y he contenido el aliento hasta que se ha precipitado el desenlace. Creo que hay un adjetivo que lo definiría y sería "turbio" porque hábilmente disecciona una tragedia en una atmósfera mortuoria y revela los más estremecedores acciones y sentimientos humanos. No me cabe duda de que, como dices, fue escrito en un lapso de tiempo enfebrecido y lleno de tensión. Saludos.

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  4. Sombra negra, mala sombra, Joselu. Es lúgubre el relato porque oscura es la vida, o porque trágico y negro es el autor. ¿Qué más da? Es fruto visceral de adentro, de donde la ciencia no encuentra razón... Te agradezco de todo corazón tu opinión.

    Un abrazo.

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  5. Que en esta Navidad la felicidad te acompañe.

    Que desaparezcan los problemas y los dolores de cabeza y que el bienestar sea duradero y no se acabe nunca.

    Que el año que viene sea mejor que este que dejamos atrás.

    Que cambien las tortillas y que se invierta el orden de las cosas, de manera que todo lo que es malo se vuelva bueno.

    Y sobre todo buena salud.

    Que no tengas obstáculos y que todo te vaya bien, que tengas suerte y prosperidad.

    Que estés orgulloso de tu ciudad y de tus vecinos y aún más, que ellos lo estén de ti.

    Que el planeta esté más limpio y que no nos lo dañen.

    Que el mundo tenga mejores políticos, es decir, que sean de los que trabajan por el bien común en lugar de montar el espectáculo.

    Y que la salud, la felicidad, la belleza, el amor, el arte y la razón no te abandonen jamás.


    Francesc Cornadó

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  6. ¡Cuánta vitalidad proporciona el odio! ¡Qué semillero de esperanzas! ¡Y qué triste la vida de quien sólo cultiva esas flores fétidas! El desarrollo de la narración, teniendo en cuenta, el nombre de la protagonista, permite sospechar cuál pueda ser el núcleo de la relación, pero no la decisión de matar a la muerte, un arrebato de un misticismo ingenuo enternecedor. En todo caso, hay un brío en la narración, una carga tal de desespeación y sed de venganza que bien pudiera incluso figurarse la protagonista la blandura de carnes ya tan frías y aquejadas del rigor mortis. Necesita creer que aún lo ya muerto está viv para cumplir hacia atrás, en efigie, la venganza que el presente le niega.

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  7. Sí, Juan, la vida necesita matar para no acabar en sí misma el ciclo de lo natural. Por encima de ello la angustia que nos acompaña hasta más allá de la muerte nos mueve, quizá no el odio, pero sí el dolor. La protagonista de este pobre relato es la transverberación -que diría el mismísimo Bernini-, pero en su diabólica versión, de quien se ha visto privada de cuanto podía anhelar, y como único consuelo le queda la venganza de nada, de matar lo ya muerto. Y todo por llegar tarde. Dichoso tiempo...

    Gracias entregadas por tu crítica.

    Un abrazo.

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...