viernes, 15 de junio de 2012

De Dios y el hombre


A lo largo de los siglos, el no hombre, el no ser humano, se ha perfeccionado a sí mismo en la obtención y conservación del poder, y prácticamente todos los gobernantes se declaran creyentes, pero, ¿eso ha arreglado los problemas de sus países? Sigue existiendo el hambre, y la guerra… Puede que, en el fondo, todo sea cosa de hombres, no de dioses.

La cuestión no es tanto si Dios existe (que dejaremos para otro rato) sino cómo existe: ¿de forma inmanente, independiente del hombre que lo piensa, o trascendente, deudor, por tanto, de su humano creador? Según la mitología judeocristiana, Dios creó el universo, tanto el real o tangible –sea conocido o desconocido por el hombre– como el celestial, no menos real pero desde luego ignoto para nosotros, quiero decir para los no creyentes, que además contamos con escasas probabilidades de conocerlo algún día.

¿Qué pensaría un ser extraterrestre inteligente al ver a un grupo variopinto de hombres en procesión portando solemnemente en andas una figura de madera policromada a la que veneraban? Quizá lo mismo que los conquistadores europeos al contemplar a los indígenas de allende danzar alrededor de un tótem… Pero quizá esos mismos alienígenas serían a su vez víctimas de divinidades galácticas por supuesto verdaderas, tanto como las nuestras, o más.

Somos tan descarados que nos permitimos hablar del hombre sin ser antropólogos ni filósofos, y de Dios sin ser teólogos. Nos lo permitimos todo, pero apenas comprendemos los resortes del conocimiento. Nos arrastramos ansiosos de saber y ni siquiera tenemos conciencia clara de ser algo distinto de los animales, esos a los que su Creador condenó a no poseer entendimiento, mientras al otro, al hombre, encandenó al trabajo eterno por su atrevimiento y su debilidad ante Eva, la mujer, germen de todos los males –en realidad trasunto de la griega Pandora, que los judeocristianos, cuando decidieron inventar su religión, se encontraron con un camino ya muy transitado.

Enojoso asunto. Y controvertido, que muchos dejaron el pellejo en su afán de verdad absoluta y prodigiosa razón. No siendo, por tanto, persona cualificada, dejaré aquí los puntos suspensivos, no vaya a ser que se enfade algún cruzado de la auténtica fe –o algún talibán venturoso– y acabe este escribidor sin garquero que afeitar.

El todo, o lo todo, es demasiado, por eso cada individuo busca la parcelación de esa ingente esencia vital para poder diseccionarla convenientemente, para poder asirse a lo concreto con confianza, con seguridad e interés. Lo malo, en este proceso, es que se pierde de vista ese todo, el conjunto que nos envuelve y conforma. Quizá en lo pequeño esté la esencia de lo real, pero cuesta verlo…

6 comentarios:

  1. Después de los tiempos clásicos, ya en la religión judeocristiana, el hombre creó un dios pequeñito, un dios que hubo de pactar con el hombre diciéndole "yo seré tu Dios y tu serás mi pueblo elegido". Habrase visto tanta humillación para un dios, tanta pequeñez, eso de pactar con el hombre y en estos términos de engaño por parte de uno y de conformación por parte de otro. Ya les va bien esta pantomima a todos los gobernantes que se apresuran a manifestar su creencia en este dios menor, con el fin de tener más votos.
    Salud
    Francesc Cornadó

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    1. Hay quien anhela vivir por siempre en el clasicismo, y por eso no reconoce más mundo que aquél. Y otros, que no han conocido clásico alguno, hacen bandera de la vulgaridad y la ondean ufanos... Por eso vemos hoy tanto meapilas apesadumbrado, porque cayeron sus banderas y los dioses que las sustentaban...

      Un abrazo.

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  2. Amigo Javier, el pasado 11 de junio puse un escrito sobre "mi vulgaridad" en mi blog. Planteaba una vulgaridad, supongo que distinta a la que tu mencionas, una vulgaridad basada en la no exclusividad, creo que esta vulgaridad no tiene nada que ver con tanto meapilas.
    Salud
    Francesc Cornadó

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    1. Leí tu escrito, Francesc, por supuesto, como todos los demás de tu estimado cuaderno. Sucede que, las más de las veces, nada podría aportar de interesante a la discusión, ya que por suerte mis limitaciones no son tantas que me impidan percibir el alcance de mi conocimiento. Por el contrario, en este mi espacio y el de la raza infinita que somos, me permito, a veces, soltar lastre como si fueran amarras, y así obtengo licencias que de ninguna manera osaría imponer en blogs amigos y vecinos, ni siquiera enemigos, si es que tenerlos pudiera. Puesto que has tenido la consideración de realizar comentario tan acertado, procedo con tu permiso a intentar responderte.

      El uso que hacemos del lenguaje nos delata. Por no ofender, enmudecemos; para no ponernos en evidencia, callamos. Y por la impotencia del silencio y la imprudencia del genio, hablamos. Pero tengo siempre la sensación, hagamos lo que hagamos, de que continuamente nos equivocamos. Son las palabras armas poderosísimas que mueven el mundo… mas quizá no tanto ellas como el sentido que les damos, la intención con que las pronunciamos y el tono en que las decimos. Si hablamos de medio o mitad, nada parece tener de malo o vulgar –ojo, sin que necesariamente estos dos términos tengan que ser sinónimos–, pero si, por el motivo interesado que sea, lo equiparamos a mediocridad, entonces su sentido será muy otro: las palabras, en este caso, se han usado para ponderar y menospreciar el lugar de referencia común de la mayor parte de nosotros, es decir, el punto medio de la escala de valores, aptitudes y actitudes en que nos encontramos como personas. ¡Qué distinto, entonces, del justo medio aristotélico, en el que nadie se mira ya!

      La vulgaridad de los crédulos –y la de los incrédulos–, la de los adoctrinados y sumisos, la de los soeces de dudoso gusto… a eso creo referirme al hablar, Francesc. La vulgaridad de las masas direccionadas y diseccionadas, la de lo estúltico, incluso lo vulgar que hay en nosotros y pugna por salir… eso es lo que me repele y preocupa, contra lo que combato aunque raramente triunfo.

      Ser vulgar es… pensar como los demás, es hablar como los demás (aunque, si es que no nos sale de forma natural, debamos hacerlo la mayor parte del tiempo en aras de nuestra propia supervivencia, en una suerte de camuflaje de combate, so pena de ser observados como un bicho raro); es carecer de ideas propias y arremeter contra las que los demás proponen; es creerse superior sin serlo e incluso siéndolo (en este caso doblemente vulgar). La codicia, la envidia y la ambición que mueven al hombre hacen brotar el río de la vulgaridad, pero la mayor vulgaridad es la estupidez, caudal y cauce a la vez de todas las desdichas de la humanidad.

      Espero haber despejado alguna incógnita con esta vulgar explicación, Francesc. En caso contrario, lo sentiría tanto como para pedirte humildemente disculpas.

      Un abrazo.

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  3. De ninguna manera, amigo Javier, no debes pedirme disculpas, faltaría más. Se trata de los mil tentáculos de la vulgaridad.
    Admiro el cómo vas soltando el lastre, esto te permite navegar con mejor movilidad, y sé que de ninguna manera quieres imponer na da a nadie. Tu tolerancia exquisita pone en evidencia tu libertad de pensamiento. Yo también tengo la sensación de que a menudo me equivoco, pero sigo soltando lo que pienso pues después de años, calvicie y experiencia profesional me quiero dar el gusto de decir y decir.
    Ya sé que tu te referías a la vulgaridad de los soeces, de los adoctrinados y los sumisos, y en esto coincido plenamente, pero cosasa del lenguaje, este idioma ten rico de las acepciones, yo hablaba de la vulgaridad del gen inmortal, del que se adapta para sobrevivir y en esto estados de acuerdo. este ser vulgar arremete contra la élite exclusivista.
    Nos leemos con mucho interés y por mi parte gran admiración.
    Salud
    Francesc Cornadó

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    1. Agradezco tu deferencia, Francesc. Las disculpas son en mí, más que ejercicio retórico de amabilidad, convivencia o hipocresía, muestra real de humildad extrema, de reconocimiento cierto de mis errores y carencias, de las que soy responsable, y de los efectos en los demás de mi insensibilidad y crueldad. Prefiero, en esto, ser el japonés educado, el tirolés cortés, el esquimal hospitalario, ese ciudadano de todo que nunca podremos ser, mundano y servicial, cercano y afable… Disculparse es, en último extremo, obtener por anticipado el perdón del ningún pecado que jamás cometimos: ver al otro.

      Sobre la admiración, y aunque una vez más se trate de jugar con las palabras, quizá te interese echar un vistazo a esta entrada que publiqué hace algún tiempo. Por si sirve de algo, prefiero sustituir esa admiración que es lugar común de muchísimas personas por un profundo respeto y un reconocimiento hacia el otro, lo cual no deja de ser, en el fondo, una y la misma cosa, pero de otra manera...

      Un abrazo.

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...