sábado, 27 de abril de 2013

Mercadeos


Ahora que estamos ya postrados, blandos y a punto, prácticamente en estado comatoso inducido por las circunstancias, ahora es el momento. Ya nos tienen donde querían, ya somos, tras algunas décadas de espera en el corredor de los suplicios, los muñecos de feria del pim-pam-pum. ¿Alguien se creía que se habían olvidado de nosotros, solo porque hemos disfrutado de un periodo relativamente largo de libertad provisional? No seamos ingenuos y démonos cuenta de una maldita vez de que somos masa, pura, puta masa. Necesaria pero, y esto es lo que asusta a la mayoría, absolutamente prescindible. Que algunos entre nosotros levantemos la voz, aunque sea un poco, e intentemos asomar la gaita para atisbar por encima del parapeto no nos libra de la masificación, de la masificada condición a que nos vemos reducidos por diversos motivos en los que no entraré ahora porque, a lo mejor, incluso los desconozco, aunque prometo estudiar el asunto.

Cuando, tras la “gran catástrofe” que supuso la II Guerra Mundial (nótese que está el término entrecomillado, y es que lo que para muchos, la mayoría, fue una verdadera carnicería, un holocausto, para otros pocos, entre los que se cuentan ciertos sujetos y gobiernos, constituyó, en realidad, una extraordinaria oportunidad de prosperar, cada uno en su medida y necesidad), el objetivo prioritario fue recuperar el pulso económico de la arrasada Europa, las decisiones políticas adoptadas supusieron la implantación de sistemas democráticos en prácticamente todos los países afectados por la terrible guerra –aunque algunos derivaron más tarde hacia democracias populares tras caer el Telón de Acero–, unos sistemas que consideraron, entonces, que era preciso otorgar a los desolados ciudadanos expectativas de futuro, confianza en las instituciones, estabilidad laboral y económica, prosperidad... Se gestó, en suma, lo que después llamaron Estado de Bienestar.

Pero todo eso duró hasta que quienes determinan con sus decisiones el devenir global decidieron reconducir la situación a los auténticos orígenes de todos los sistemas sociales en su vertiente más descarnada, retornando a los presupuestos esenciales de la especie, que es tratada, de esta forma y poco más o menos, como un gran rebaño de ñúes, carne con que alimentar a leones, cocodrilos y otros depredadores feroces. Toda sociedad se fundamenta en la explotación de la mayoría por una cuidada, selecta y, normalmente, latente minoría. El hecho de que en los últimos decenios la apariencia de las cosas diluyera o mimetizara estos preceptos básicos del poder, no significa que no existieran, y que no estuvieran, los que tienen capacidad para ello, decididos a recordárnoslo en cuanto fuera el momento apropiado.

Hay evidencias razonables que apuntan en esta dirección, pruebas que nos indican que el control lo ejercen solo unos pocos, que además son desconocidos y que sujetan férreamente las riendas del poder, en toda su amplia acepción. ¿Piensan ustedes que las cosas suceden porque sí, por casualidad, por mala suerte o por cualquier otro motivo aleatorio? No se equivoquen, hay explicación científica para todo, incluidos los misterios trinitarios. Un ejemplo palmario: una falsa noticia, un rumor, hace que, automáticamente, en el siguiente minuto, los valores bursátiles de determinadas compañías y el índice general se desplomen varios puntos. Independientemente de que la noticia sea o no verdadera, lo cual tardará un cierto periodo de tiempo en ser verificado, ¿son tan rápidos los inversores, eso que llaman mercado, como para ejercer su derecho de compra y venta en las bolsas mundiales? Tratan de hacernos creer que el mercado es una bestia insaciable que se alimenta de dinero, y que, como Hidra, posee multitud de cabezas, ramificaciones, inconexas entre sí, que actúan según criterios propios e individuales. Pero no es así. Esa multiplicidad de inversores no tienen en realidad control alguno sobre su inversión, sino que ésta se encuentra sometida a una feroz especulación por parte de unos pocos y exclusivos individuos (que no son tampoco el poder, pero sí sus visibles representantes en la tierra), verdaderos demiurgos de la cosa financiera, que tan pronto desploman economías como multiplican capitales, por cierto muchas veces inexistentes.

La economía es, desde antes de que Marx naciera, ciencia difusa pero imprescindible para lograr el control de las masas, ciencia que hoy se torna espectáculo y sustancia mil veces manipulada hasta darle la forma apetecida en cada momento, pues aunque es variable y etérea en su infinidad de formas, siempre resulta congruente con sus principios y, sobre todo, con sus teleológicos fines. La economía es la ciencia más temida por el hombre, su bastardo vástago, pero la más apetecida, la que mejor interpreta sus exacerbadas e inagotables ambiciones, sus vicios y su violenta depravación para ejercerlos todos juntos sobre la especie alienada por excelencia. La economía ejerce coerción desmedida sobre el hombre, su víctima y señor, erigiéndose, me temo, en la peor de las ciencias, la más abominable.

Prácticamente el 90% de las noticias de cualquier medio versan sobre asuntos económicos y financieros y sobre deportes –el resto del espacio informativo es ocupado por el parte meteorológico, por supuestas noticias sociales, artísticas y culturales, y por las vidas y obras de estúpidos personajes que impresionan e interesan a estúpidos lectores y espectadores–, en una manifestación evidente, incluso para los más acérrimos detractores del sistema capitalista, de que eso es lo que mueve el mundo, y de que ambas esferas, la económica y la deportiva, están íntimamente imbricadas. De eso y casi exclusivamente de eso se habla en todas partes y por cualquier individuo. El hecho de que nos aturdan, además, con infinidad de noticias sonda, directamente falsas o de difícil verificación es otra muestra de hasta qué grado somos susceptibles de control: no solamente pretenden manipularnos sino, incluso, convencernos. ¿Conspiración o estupidez?

4 comentarios:

  1. La conjura de los necios, sin duda, que es prerrogativa suya: no tenerlas.

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    1. Hay un algo en la figura de Ignatius que me atrae irremediablemente, como la miel a los osos... o la mierda a las moscas, dirían otros. Sin embargo, Juan, no por más leída es menos inexplicable la póstuma novela, pues queriendo comprenderlo todo, poco o nada abarco. Si el pobre Ken levantara su atormentada cabeza, puede que no reconociera ese mundo que dejó ni este que no encontrará, porque, a la postre, ni existió su personaje ni tampoco él; ni tan siquiera Nueva Orleans... Solo son sueños que tenemos, acompañados de fiebre, las más de las veces.

      Un abrazo

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  2. En esas estamos, Javier, intentando sacar la cabeza y no hundirnos… cuando ves a tantos y tantos que parecen desaparecer bajo las aguas… ¿Quién maneja esto? ¿Quién es el sujeto impersonal de todo lo que expones? ¿El sistema? ¿Quién maneja el sistema? Esta es la pregunta que me hago y que no sé bien responder.

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    1. Si fuera una barca sabría contestarte, Joselu, pero el sistema, ¡ah, el sistema! Estoy en ello, te lo aseguro, y quizá haga mal, porque uno nunca sabe quién está al otro lado... Pero me da que el sistema no somos todos, si acaso nosotros, la infantería, formamos parte de él en tanto eslabón necesario para cerrar la cadena, ésa con la que nos doblegan al mismo tiempo, pero en modo alguno somos el sistema, de la misma manera que no somos Hacienda, pese a lo que diga el Gobierno (o a lo peor sí, y resulta que los que no forman parte de Hacienda son esos señores con chistera y grandes habanos que tan bien retratan algunos humoristas, que de humor tiene poco la cosa, la verdad). En fin, que no sé... todavía.

      Un abrazo

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...