Ahora
que estamos ya postrados, blandos y a punto, prácticamente en estado comatoso
inducido por las circunstancias, ahora es el momento. Ya nos tienen donde
querían, ya somos, tras algunas décadas de espera en el corredor de los
suplicios, los muñecos de feria del pim-pam-pum. ¿Alguien se creía que se
habían olvidado de nosotros, solo porque hemos disfrutado de un periodo
relativamente largo de libertad provisional? No seamos ingenuos y démonos
cuenta de una maldita vez de que somos masa, pura, puta masa. Necesaria pero, y
esto es lo que asusta a la mayoría, absolutamente prescindible. Que algunos
entre nosotros levantemos la voz, aunque sea un poco, e intentemos asomar la
gaita para atisbar por encima del parapeto no nos libra de la masificación, de
la masificada condición a que nos vemos reducidos por diversos motivos en los
que no entraré ahora porque, a lo mejor, incluso los desconozco, aunque prometo
estudiar el asunto.
Cuando,
tras la “gran catástrofe” que supuso
la II Guerra Mundial (nótese que está el término entrecomillado, y es que lo
que para muchos, la mayoría, fue una verdadera carnicería, un holocausto, para
otros pocos, entre los que se cuentan ciertos sujetos y gobiernos, constituyó,
en realidad, una extraordinaria oportunidad de prosperar, cada uno en su medida
y necesidad), el objetivo prioritario
fue recuperar el pulso económico de la arrasada Europa, las decisiones
políticas adoptadas supusieron la implantación de sistemas democráticos en
prácticamente todos los países afectados por la terrible guerra –aunque algunos
derivaron más tarde hacia democracias populares tras caer el Telón de Acero–,
unos sistemas que consideraron, entonces, que era preciso otorgar a los
desolados ciudadanos expectativas de futuro, confianza en las instituciones,
estabilidad laboral y económica, prosperidad... Se gestó, en suma, lo que
después llamaron Estado de Bienestar.
Pero
todo eso duró hasta que quienes determinan con sus decisiones el devenir global
decidieron reconducir la situación a
los auténticos orígenes de todos los sistemas sociales en su vertiente más
descarnada, retornando a los presupuestos esenciales de la especie, que es
tratada, de esta forma y poco más o menos, como un gran rebaño de ñúes, carne
con que alimentar a leones, cocodrilos y otros depredadores feroces. Toda
sociedad se fundamenta en la explotación de la mayoría por una cuidada, selecta
y, normalmente, latente minoría. El hecho de que en los últimos decenios la
apariencia de las cosas diluyera o mimetizara estos preceptos básicos del
poder, no significa que no existieran, y que no estuvieran, los que tienen
capacidad para ello, decididos a recordárnoslo
en cuanto fuera el momento apropiado.
Hay
evidencias razonables que apuntan en esta dirección, pruebas que nos indican
que el control lo ejercen solo unos pocos, que además son desconocidos y que
sujetan férreamente las riendas del poder, en toda su amplia acepción. ¿Piensan
ustedes que las cosas suceden porque sí, por casualidad, por mala suerte o por
cualquier otro motivo aleatorio? No se equivoquen, hay explicación científica
para todo, incluidos los misterios trinitarios. Un ejemplo palmario: una falsa
noticia, un rumor, hace que, automáticamente, en el siguiente minuto, los
valores bursátiles de determinadas compañías y el índice general se desplomen
varios puntos. Independientemente de que la noticia sea o no verdadera, lo cual
tardará un cierto periodo de tiempo en ser verificado, ¿son tan rápidos los
inversores, eso que llaman mercado,
como para ejercer su derecho de compra y venta en las bolsas mundiales? Tratan
de hacernos creer que el mercado es una bestia insaciable que se alimenta de
dinero, y que, como Hidra, posee multitud de cabezas, ramificaciones, inconexas
entre sí, que actúan según criterios propios e individuales. Pero no es así.
Esa multiplicidad de inversores no tienen en realidad control alguno sobre su
inversión, sino que ésta se encuentra sometida a una feroz especulación por
parte de unos pocos y exclusivos individuos (que no son tampoco el poder, pero
sí sus visibles representantes en la tierra), verdaderos demiurgos de la cosa
financiera, que tan pronto desploman economías como multiplican capitales, por
cierto muchas veces inexistentes.
La
economía es, desde antes de que Marx naciera, ciencia difusa pero
imprescindible para lograr el control de las masas, ciencia que hoy se torna
espectáculo y sustancia mil veces manipulada hasta darle la forma apetecida en
cada momento, pues aunque es variable y etérea en su infinidad de formas,
siempre resulta congruente con sus principios y, sobre todo, con sus
teleológicos fines. La economía es la ciencia más temida por el hombre, su
bastardo vástago, pero la más apetecida, la que mejor interpreta sus
exacerbadas e inagotables ambiciones, sus vicios y su violenta depravación para
ejercerlos todos juntos sobre la especie alienada por excelencia. La economía
ejerce coerción desmedida sobre el hombre, su víctima y señor, erigiéndose, me
temo, en la peor de las ciencias, la más abominable.
Prácticamente
el 90% de las noticias de cualquier medio versan sobre asuntos económicos y
financieros y sobre deportes –el resto del espacio informativo es ocupado por
el parte meteorológico, por supuestas noticias
sociales, artísticas y culturales, y por las vidas y obras de estúpidos
personajes que impresionan e interesan a estúpidos lectores y espectadores–, en
una manifestación evidente, incluso para los más acérrimos detractores del
sistema capitalista, de que eso es lo que mueve el mundo, y de que ambas
esferas, la económica y la deportiva, están íntimamente imbricadas. De eso y
casi exclusivamente de eso se habla en todas partes y por cualquier individuo. El
hecho de que nos aturdan, además, con infinidad de noticias sonda, directamente
falsas o de difícil verificación es otra muestra de hasta qué grado somos
susceptibles de control: no solamente pretenden manipularnos sino, incluso,
convencernos. ¿Conspiración o estupidez?
La conjura de los necios, sin duda, que es prerrogativa suya: no tenerlas.
ResponderEliminarHay un algo en la figura de Ignatius que me atrae irremediablemente, como la miel a los osos... o la mierda a las moscas, dirían otros. Sin embargo, Juan, no por más leída es menos inexplicable la póstuma novela, pues queriendo comprenderlo todo, poco o nada abarco. Si el pobre Ken levantara su atormentada cabeza, puede que no reconociera ese mundo que dejó ni este que no encontrará, porque, a la postre, ni existió su personaje ni tampoco él; ni tan siquiera Nueva Orleans... Solo son sueños que tenemos, acompañados de fiebre, las más de las veces.
EliminarUn abrazo
En esas estamos, Javier, intentando sacar la cabeza y no hundirnos… cuando ves a tantos y tantos que parecen desaparecer bajo las aguas… ¿Quién maneja esto? ¿Quién es el sujeto impersonal de todo lo que expones? ¿El sistema? ¿Quién maneja el sistema? Esta es la pregunta que me hago y que no sé bien responder.
ResponderEliminarSi fuera una barca sabría contestarte, Joselu, pero el sistema, ¡ah, el sistema! Estoy en ello, te lo aseguro, y quizá haga mal, porque uno nunca sabe quién está al otro lado... Pero me da que el sistema no somos todos, si acaso nosotros, la infantería, formamos parte de él en tanto eslabón necesario para cerrar la cadena, ésa con la que nos doblegan al mismo tiempo, pero en modo alguno somos el sistema, de la misma manera que no somos Hacienda, pese a lo que diga el Gobierno (o a lo peor sí, y resulta que los que no forman parte de Hacienda son esos señores con chistera y grandes habanos que tan bien retratan algunos humoristas, que de humor tiene poco la cosa, la verdad). En fin, que no sé... todavía.
EliminarUn abrazo