domingo, 19 de mayo de 2013

Olores de mi pueblo


El camino era casi siempre el mismo, después de la interminable siesta sin dormir en la alcoba de la abuela. Al salir a la calle el sol agosteño me empujaba de nuevo al interior del fresco pasillo, pero no había más remedio que ir, era la rutina diaria. A la derecha el inefable taller de Berna, de donde salía una corriente de aromas metálicos y aceites de motor. Frente a la casa, la poza donde de niña se cayó mi madre, que a punto estuvo de ahogarse… Luego construyeron allí los pisos de los Loren, y al otro lado, cruzando la carretera de Madrid, ahora avenida de Lope de Vega, las piscinas Victoria donde sonaban las canciones de Fórmula V, Eva María se fue buscando el sol en la playa… También se llenó su solar con bloques de pisos…

Medina olía a pueblo. Aunque tenía por título el de villa –de las Ferias, por más apellido– y un glorioso pasado, no dejaba de ser un pueblo, grande, pero pueblo, donde el progreso, como a tantos lugares de España, incluso ciudades, llegaba muy despacio, como el Tren Burra… Algunas calles se embarraban cuando caía una tormenta veraniega, porque no todas estaban asfaltadas, o empedradas. Las fuertes fragancias de los abonos naturales inundaba calles y plazas, y por todas partes, todo el tiempo, el olor a pueblo, a ganado, a ovejas, a las vacas de las lecherías, a los marranos que casi cada familia criaba de año a año, a corral de avícolas no industrializadas aún, a los perros que corrían sueltos por las calles sin más reparo que alguna que otra pedrada…

Solíamos llegar hasta la Plaza Mayor, donde las tardes de domingo cobraba vida el carrusel humano que incesantemente pelaba pipas mientras el paseo se eternizaba alrededor de los soportales, con prolongación por la calle Padilla, mirando a los vecinos que se daban cita allí o a los que incluso se sentaban en la terraza del Gloria o del Continental a tomar un refresco, una cerveza o un café bien hecho. Cruzábamos luego bajo los arcos que marcaban el arranque de la calle Gamazo, dejando a la izquierda el Ayuntamiento y la Colegiata, vieja y pretenciosa gloria de difícil clasificación artística, ya que confluyen en ella épocas, estilos y maestros variopintos, para enfilar la ruta que seguían los toros en los encierros de San Antolín, camino del coso. Enseguida se difuminaban los adoquines de la calzada con el polvoriento suelo medinense, signo inequívoco de que por allí comenzaban ya las afueras, adonde el progreso aún tardaría en arribar…

Al poco, a la izquierda, la calle Troncoso, parada obligatoria en casa de la tía Julia, sencilla mujer. También mi tía olía a pueblo, a ese pueblo viejo pero no rancio, incluso festivo, que sabía endomingarse para ir a misa. Y mi tío Cándido, el cariñoso pastor, con ese aroma inconfundible a vino y leche, o acaso era a ovejas, pero mi infantil subconsciente no atinaba a clasificarlo adecuadamente. Recuerdo los gruñidos del marrano que cebaban celosamente en la pocilga. Y recuerdo también el que me parecía a mí, entonces, largo camino por el corral hasta el gallinero para robarles unos huevos a las ponedoras esquivando al feroz gallo, que no dudaba en asaltarnos los ojos. Ah, ese olor a corral, a gallinas, a paja renovada cada día, a pueblo…

La aventura que suponía ir hasta el castillo, intentar trepar por el muro que arrancaba abajo, en el foso sin agua, aprovechando los huecos que el paso del tiempo, la lluvia y las heladas habían dejado entre los ladrillos mudéjares, descarnados, para intentar llegar, entre continuos resbalones y rozaduras en las desnudas rodillas, a una saetera. Esfuerzo vano, porque nunca fue mi especialidad subir ni a árboles ni a murallas…

Y luego, al acabar las vacaciones de verano, el camino de regreso a la estación de RENFE, que siempre recordaré con entrañable nostalgia. Un paseo que entonces se me antojaba inmenso, largísimo pero estimulante, por la calle de la Estación, con la valla verde entrelazada recorriendo la acera, y al otro lado, como sombras, las casas de los ferroviarios, hoy abandonadas. Luego, de mayor, ya no es nunca lo mismo, no ves las cosas con los ojos chicos…Aunque vuelvo de vez en cuando a visitar a mis tíos y primos, no es igual, ya no saboreo el ambiente simple y limpio de los atardeceres de verano, tan cálidos, entre fragancias de sábanas de lienzo recién planchadas y el olor persistente de la tortilla francesa que mi tía Sofía, de férreo carácter, nos hacía para cenar.

Ese olor a pueblo… a pueblo de la vieja tierra castellana, a pueblo siempre deseado que nunca logré tener y que ahora, con los ojos cansados, recuerda mi imaginación apenas como un suspiro, una lejana estampa inmóvil en el oscuro rincón de la memoria.

4 comentarios:

  1. ¡Admirable! Nos has dado un texto de los que antiguamente se escogían para las "crestomatias", en la línea del muy famoso "Elogio sentimental del acordeón" de ese libro tan singular de Baroja que es "Paradox, rey". No solo respira autenticidad y emoción genuinas, sino que quienes hemos tenido experiencias semejantes lo hacemos nuestro sin reparo y sin rubor, en la medida en que se plasman en él idénticas vivencias. La nostalgia -el "dolor de regresar", literalmente- es una palabra inventada por Johannes Hofer, quien debería de tener un mayor reconocimiento del que tiene, porque ser capaz de bautizar, ¡y de forma tan maravillosa y eufónica!, una emoción no está al alcance de muchos. La nostalgia, decía, es peligrosa, además de dolorosa: nos induce a recrear emociones, más que a resucitarlas, y la inevitable infidelidad nos sumerge en ese tibio desasosiego que se nos adhiere a la palabra y al sentimiento. El tango nos dice que volvemos con la frente marchita; y la nostalgia que siempre lo hacemos a las ruinas. Es dura, la lección del tiempo. Pero muy hermoso el texto con el que se nos imparte.

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    1. Tan alto honor me haces, Juan -por demás inmerecido-, que no puedo sino sonrojarme presa de una vergüenza que, por otra parte y sin yo mismo quererlo, deja rastros de gozo sin alcanzar, no obstante, el duro, impenetrable y en absoluto vanidoso ego del escribidor.

      Si me emocionó más escribir esta entrada, leer tu comentario o releer el original, es algo que todavía tengo que dilucidar, pero quizá me quede con las tres, para así compartir por igual (o por terceras partes) el placer que te aseguro sentí. Cuando ya poco o nada esperas, comienzas a desesperar, en su acepción extendida, y a mirar atrás por ver si algo habrá que sirva de consuelo y reconforte, aunque sea un tanto así... Es la señal de la senectud, que acaso me alcance antes de tiempo, o quizá nunca fuimos jóvenes, al menos no tan jóvenes...

      No siendo dado a la exageración, cuanto describo es fiel reflejo no ya de la realidad, que acaso se torne oscura en la distancia, pero sí del más vívido recuerdo que atesoro de aquellos tiempos en que todo parecía más blando, más fácil, más cercano... al menos en la ilusión (vana, por descontado) de creerlo así.

      Un abrazo. Y muchas gracias.

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  2. Muy bella entrada, Javier. Te aseguro que nos has hecho disfrutar, y que nos hace falta.
    Expresas estupendamente la circunstancia que suele desbordarnos: que cuando has reconocido el mundo y tienes trazado un mapa de lo que te importa compruebas que el mapa sigue bien delineado, pero lo que describe ya desapareció. Siempre he tratado de usar la literatura como realidad, en parte para evitar esto. Al releer, afortunadamente, las calles siguen en su lugar y, en la mañana decisiva, por suerte, el sol sale exactamente en el mismo momento debido. El mismo momento e iluminando los mismos ojos que iluminó cuando teníamos doce o catorce años.
    ¡Gracias por el placer! [comentario repetido para poner una coma que era necesaria]

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    1. Mil gracias a ti, Animal, aunque no sea merecedor de tanto elogio sino, antes al contrario, deudor de quienes hacéis posible mi existencia, pues uno no es nada sin otros...

      Escribimos, supongo, para erradicar de nuestro cerebro la incertidumbre que podría dejar el vacío, la nada de la memoria, la ausencia de recuerdos... de una manera que, aunque no me agrade admitirlo, hacen suya quienes profesan una fe, ya que la creencia en ella y su/s divinidad/es elimina de sus mentes asustadas todo vestigio de temor y duda. La diferencia, empero, es que mientras a ellos, los creyentes, les es dada gratuitamente la revelación, a quienes escribimos nos suele costar mucho sudor llegar a alguna conclusión.

      Pero me alejo del asunto, que, sin pretender caer en pedantería, podría resumirse en el panta rei heraclitano, es decir, que lo todo se va, fluyendo por todas partes...

      Gracias y un abrazo

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...