Un exceso de aporte proteínico deriva en un
aletargamiento basal acelerado, lo cual provoca que los movimientos corporales y
la agudeza mental se relajen y retarden significativamente, además de producir
daños neurocognitivos que pueden llegar a ser irreversibles: si comemos mierda
pensaremos mierda. Pero ese es el estado en que el poder quiere a las masas,
tan ahítas de grasa que ni siquiera puedan pensar qué es lo que sucede a su
alrededor, y así nos quieren, gordos, hermosos y estúpidos, como los cerdos
cuando hiela. En los países subdesarrollados el nivel alimenticio de la
población es justo el opuesto: escasean los obesos y en cambio abundan los
individuos subalimentados. No obstante, el resultado final de esta política
destructiva es muy similar, esto es, la lasitud y sumisión de la sociedad,
resignada en este caso al hambre, ya que una ingesta insuficiente de nutrientes
induce en el organismo el mismo efecto que el exceso de proteínas grasas, es
decir, aturdimiento y/o insuficiente desarrollo mental.
No debemos determinar una relación causal directa
entre obesidad y torpeza mental de forma generalizada –hay estudios que indican,
en sentido inverso, que niños torpes se convertirán en adultos obesos–, pero sí
podemos establecer de manera unívoca la relación entre el consumo de alimentos
grasos saturados y la disminución en el aporte de sangre al cerebro –y
consecuentemente de oxígeno–, y ello de tres modos distintos. En primer lugar,
la lenta metabolización de las grasas requiere una gran cantidad de sangre en
la zona abdominal, lo cual va en detrimento del riego sanguíneo en los restantes
órganos del cuerpo: en individuos con una dieta constante de exceso de grasas y
proteínas, los periodos de digestión tenderán a prolongarse, disminuyendo, al
menos durante ese tiempo, la actividad cerebral. En segundo término, el exceso
de grasa en el sistema sanguíneo obstaculiza el aporte de sangre bombeada desde
el corazón, reduciendo el flujo, por lo que no solo el cerebro sufrirá restricciones de sangre, sino también el
resto del organismo; este proceso puede degenerar en la atrofia de cualquier
órgano, con una sensible reducción de su tamaño. Por último, el sobrepeso genera
hipertensión, así como inflamación de los órganos del cuerpo humano, y eso
produce irritación del sistema nervioso y dificulta la correcta recepción por
parte del cerebro de la información que recibimos del exterior a través de
nuestro sistema sensorial.
La pregunta que hasta ahora estábamos evitando surge ya
de manera rotunda: ¿por qué hay cada vez más gordos en el mundo desarrollado?
La mayor parte de los eventuales encuestados soltarán a bocajarro la respuesta
fácil: «porque comemos más». Pero,
aunque esto pueda parecer obvio, lo que sucede realmente es que comemos peor, y
ello forma parte de un completo y planificado programa de extensión del
complejo productivo a través de la publicidad y la influencia de los
oligopolios del poder, lanzando al mercado productos pseudoalimenticios con
altos contenidos de sustancias adictivas que generarán en el inconsciente del individuo
la necesidad compulsiva de alimentarse aun cuando su organismo no lo necesite.
Este mecanismo de control de masas produce dos efectos beneficiosos para el
sistema dominante: por un lado la expansión del negocio capitalista y por otro
la sumisión –en virtud de los parámetros que hemos visto antes– de la sociedad
así alimentada. Lo de menos es el
precio que la sanidad pública debe pagar para atender las consecuencias de la
obesidad mórbida, entre otras razones porque se está produciendo el
desmantelamiento masivo de los sistemas nacionales de salud.
Somos presa fácil de cualquier experimento, como este
conductismo emocional de carácter determinista al que nos vemos sometidos sin
cesar. Algo tan aparentemente inocente como la programación televisiva infantil
o comerse un apetitoso trozo de carne grasienta con una bebida gaseosa
azucarada en un burguer entrañan tan alto riesgo para nosotros que realmente es
imposible verlo. La espiral continúa su flujo, de modo que cuanta más
televisión se ve y más hamburguesas se comen, tanto más se encuentra uno
indefenso, no ya para intentar escapar de esa telaraña, sino incluso para darse
cuenta de que se está realmente atrapado en ella.
Lo queramos creer o no, hay una conspiración global
masiva, de la que todos, el conjunto de la población mundial, somos víctimas. Pero
nadie tiene por qué preocuparse, porque, aunque desde ya hace algún tiempo la
manipulación de los contenidos televisivos, educativos y alimenticios es tan
evidente, el poder no necesita ni siquiera ocultarla, porque nadie en su sano juicio podrá jamás llegar a pensar
que algo tan terrible pueda ser cierto.
Dejaremos para otro día un tercer tipo de alimento
que no es ni viral ni competitivo, y por eso merece poca o ninguna atención por
nuestra parte. Me refiero a lo que realmente nos mueve a ser inteligentes y
permanecer en ese estado: el conocimiento.
La causa del feroz sobrepeso, Javier, más allá de las poderosas razones que has esgrimido, y que comparto, está en el desequilibrio entre ingesta y gasto: comemos muchos; no nos movemos. Cualquiera que se ponga ropa deportiva y se eche a correr en una cinta que mide el consumo de calorías comprobará que quitarse 400Kc de encima le lleva casi 40 minutos a un buen ritmo de carrera. Si coge una aparentemente inoente bolsa de "grisines", comprobará que con 50gr de los mismos, que no llega ni a la categoría de aperitivo, habrá pasado de esas calorías "quemadas" en la cinta. El desequilibrio entre ingesta y gasto creo yo que se ha disparado por la irrupción de las nuevas tecnologias y el sedentarismo criminal de la vida moderna; para ese desequilibrio el uso del ordenador y otros artilugios electrónicos ha supuesto un empuje definitivo. Con lo deportista que soy, jamás he leído un periódico deportivo, y entre practicar el sillónbol o la actividad, escojo lo segundo. Con todo, no estoy delgado, porque tampoco quiero establecer más privaciones de las estrictamente necesarias. El consumo de avena en el desayuno me parece una de is grandes recetas para la estabilidad del peso, junto con el ejercicio, por supuesto.
ResponderEliminarQuienes son de naturaleza fuerte, de hueso ancho, como a alguno le gusta decir, no tienen un problema de sobrepeso sino, básicamente, de altura. Quiero decir que son bajos para su peso, vaya. En realidad nadie está lo delgado que debiera, salvo los que no comen. Todos tenemos nuestro punto de gloria, al que nos conduce, como muy bien sabes y dices, nuestro atroz sedentarismo. Y si pensamos que con trotar un rato todos los días ya cumplimos el trámite, craso error que será nuestra perdición por partida doble: primero porque nos atiborraremos nada más ducharnos (para compensar la pérdida de líquidos y minerales), y segundo porque, y sin llegar a los niveles de sufrimiento de los deportistas profesionales, seremos reservorio perfecto para un sinfín de lesiones articulares y ligamentosas, como poco.
EliminarLo ideal sería tener un nutricionista particular, cada uno, algo así como un médico de familia de la comida. Y, más allá, si me apuras, un pequeño ajuste genético. Claro que esto, que llegará, presumo que solo estará al alcance de los más pudientes. Hay que ver, antaño estar orondo era sinónimo de opulencia económica, y ahora son cada vez más los integrantes de las clases sociales bajas (y medias a ritmo acelerado) los que no caben en la talla que llevan.
En fin, ángeles somos, y puesto que al cielo vamos, bebamos... quiero decir, comamos.
Gracias por tu presencia en estos tiempos inciertos y un abrazo