Tanto camino hecho, tantas vanas decisiones… Serán
los años, será la edad, quizá la escasa solvencia moral, o puede que, si la moral
no existe, no sea escasa ni solvente, sino simplemente irreal. Ilusoria razón
de quien apenas discierne, que se mezcla con la nostalgia incandescente de lo que
acaso perdió. Será la edad…
El escribidor no nació inteligente. Ni siquiera
persona. Las gentes que allí estaban en el momento del alumbramiento porfiaron
mucho sobre si era mejor ahogar aquello en un orinal o esperar a que llegara el
cura, don Pascasio, para que decidiera con mejor criterio, no siendo que se
condenaran esas personas, comadrona incluida, por echar al demonio cosa
consagrada.
Dicen, quienes vieron nacer al escribidor y más tarde
quisieron compadecerse de él, que cuando niño se cayó de la cuna, y de ahí,
probablemente, la cabeza rara en la que habita. Dicen, también, que no era hijo
legítimo, que le trajeron unos titiriteros, zíngaros que trashumaban de pueblo
en pueblo, de barrio en barrio, siempre por la periferia de las ciudades, donde
solían acampar sus carromatos que olían a hoguera. Acaso eran esos gitanos que
van por el monte cantando al amor… Dicen que miraba sin ver, estupefacto ante
el mundo, que de noche no dormía y el día lo pasaba sin fin. Dicen que no sabía
llorar…
La escuela pasó como un hálito tibio, una bruma
vertiginosa donde era imposible, entonces, hallar sustento, pero que luego, en
la distancia, se volvió baúl maravilloso de esencias vitales insospechadas, y
refugio de las muchas tardes frías de lluvia. Hubo un niño –Fabio, cree
recordar el escribidor, aunque poco importa en realidad–, muy pobre, mucho más
que el escribidor, que durante el recreo se mostraba distante, receloso,
apartado de los demás niños; nunca jugaba con ellos, solo se quedaba allí,
solo, en un rincón del patio. El escribidor lo observaba en silencio, hasta que
un día le cogió de la mano y le llevó a su casa, a pocos metros de la escuela,
y le preguntó a su madre si podía hacer esa mañana dos tortillas francesas, una
para él, como cada mañana, y otra para el niño pobre. Desde ese momento, cada día,
durante el recreo, Fabio almorzaba con el escribidor. Al año siguiente ya no
volvió a la escuela.
Ahora, cada mañana, el escribidor se sienta en la
puerta entornada de su casa, esperando. Y cada mañana vuelve a agachar la
cabeza y se toca el cabello y entra en casa, triste. ¿Ya nadie hace tortillas
francesas?
Ha pasado el tiempo, o eso parece, pero las brumas
permanecen, y a veces no se disipan completamente. Sueño y realidad se enredan
jugando en el patio del colegio, y no recuerda nada de todo eso el escribidor,
y mucho menos del periodo de gestación al otro lado de las infranqueables
puertas de Venus. Pero se lo contaron testigos oculares, y no hay motivos para
no concederles el debido crédito.
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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...