domingo, 14 de julio de 2013

Esencial

Tanto camino hecho, tantas vanas decisiones… Serán los años, será la edad, quizá la escasa solvencia moral, o puede que, si la moral no existe, no sea escasa ni solvente, sino simplemente irreal. Ilusoria razón de quien apenas discierne, que se mezcla con la nostalgia incandescente de lo que acaso perdió. Será la edad…

El escribidor no nació inteligente. Ni siquiera persona. Las gentes que allí estaban en el momento del alumbramiento porfiaron mucho sobre si era mejor ahogar aquello en un orinal o esperar a que llegara el cura, don Pascasio, para que decidiera con mejor criterio, no siendo que se condenaran esas personas, comadrona incluida, por echar al demonio cosa consagrada.

Dicen, quienes vieron nacer al escribidor y más tarde quisieron compadecerse de él, que cuando niño se cayó de la cuna, y de ahí, probablemente, la cabeza rara en la que habita. Dicen, también, que no era hijo legítimo, que le trajeron unos titiriteros, zíngaros que trashumaban de pueblo en pueblo, de barrio en barrio, siempre por la periferia de las ciudades, donde solían acampar sus carromatos que olían a hoguera. Acaso eran esos gitanos que van por el monte cantando al amor… Dicen que miraba sin ver, estupefacto ante el mundo, que de noche no dormía y el día lo pasaba sin fin. Dicen que no sabía llorar…

La escuela pasó como un hálito tibio, una bruma vertiginosa donde era imposible, entonces, hallar sustento, pero que luego, en la distancia, se volvió baúl maravilloso de esencias vitales insospechadas, y refugio de las muchas tardes frías de lluvia. Hubo un niño –Fabio, cree recordar el escribidor, aunque poco importa en realidad–, muy pobre, mucho más que el escribidor, que durante el recreo se mostraba distante, receloso, apartado de los demás niños; nunca jugaba con ellos, solo se quedaba allí, solo, en un rincón del patio. El escribidor lo observaba en silencio, hasta que un día le cogió de la mano y le llevó a su casa, a pocos metros de la escuela, y le preguntó a su madre si podía hacer esa mañana dos tortillas francesas, una para él, como cada mañana, y otra para el niño pobre. Desde ese momento, cada día, durante el recreo, Fabio almorzaba con el escribidor. Al año siguiente ya no volvió a la escuela.

Ahora, cada mañana, el escribidor se sienta en la puerta entornada de su casa, esperando. Y cada mañana vuelve a agachar la cabeza y se toca el cabello y entra en casa, triste. ¿Ya nadie hace tortillas francesas?


Ha pasado el tiempo, o eso parece, pero las brumas permanecen, y a veces no se disipan completamente. Sueño y realidad se enredan jugando en el patio del colegio, y no recuerda nada de todo eso el escribidor, y mucho menos del periodo de gestación al otro lado de las infranqueables puertas de Venus. Pero se lo contaron testigos oculares, y no hay motivos para no concederles el debido crédito.

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...