No sabía qué día era, ni si era verano o invierno. Ni
siquiera sabía si era de noche o de día, porque las bombillas siempre estaban
encendidas y no había manera de atisbar por ninguna ventana, permanentemente
cerradas; y aunque hubieran estado abiertas, sus ojos infectados tampoco
habrían sabido discernir entre la semiclaridad o la semioscuridad, tanto daba…
El calor dentro de la nave era asfixiante, espeso, se
pegaba a su cuerpo como otra piel, sin dejarla transpirar, regularse… Y el
olor, tan intenso que mareaba; si alguien entrara de improviso, a buen seguro
que caería desmayado al instante. Y el ruido, incesante, tumultuoso, sinfonía
y algarabía de miles de voces cacareando al mismo tiempo, continuamente, sin
parar nunca. El tiempo se había detenido allí dentro, inmutable e intangible,
como colapsando eternamente para nunca avanzar, petrificando los segundos antes
de que pudieran desgranarse de cada minuto, y los minutos ateridos en su
inhóspita hora, y cada una de éstas muda en el reloj del tiempo, para hacer,
entre todas, un ciclo insensible a su paso, pero a la vez frenético, despiadado
y sangriento… porque ya quedaba tan poco tiempo…
Las bajas se sucedían con regular frecuencia, sin que
pudiera comprender ni el motivo ni las consecuencias, pero los cadáveres eran
retirados con presteza por los operarios, siempre atentos a cualquier
incidencia, siempre vigilantes… ¿le tocaría a ella algún día? La férrea
estructura de su prisión le constreñía de tal modo que cualquier movimiento verdaderamente
liberador se tornaba misión imposible, y sus reducidas dimensiones limitaban
toda expectativa. En apenas el espacio necesario para sobrevivir, comía
mientras movía nerviosa, angustiada, la coronada cabeza; miraba a su alrededor,
y solamente veía, entre brumas que no sabría distinguir de un sueño, o quizá
una pesadilla, a las demás, iguales a ella, comiendo, defecando, ¿durmiendo?...
en un eterno empezar, en una espiral que no sabía adónde conducía.
Y un día, sin que pudiera discernir si era de noche o
de día, sin que hubiera aviso, ni alboroto, ni alegría, llegó el instante final.
Si el tiempo, inmóvil, tenía sentido, amaneció su último día tras otros cuantos
días, y puso el último huevo antes de la más absoluta melancolía. Pobre gallina…
que solo ser clueca quería.
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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...