Ni que decir tiene que clases las ha habido siempre.
No hay más que asomarse al mundo, y mirar: lo que vemos no solo es el presente,
sino que ahí está también, condensado, todo nuestro pasado. Y no me acusen de
determinista, ni de fatalista, ni de tremendista. No. Lo que vemos, además de
ser lo que hay, es lo que hubo, porque siempre hemos sido los mismos, siempre
lo mismo, incluso antes de convertirnos en poco más que simios bípedos.
De modo que hay
clases. El hecho de que la naturaleza preseleccione a determinados individuos
para que lleven a cabo esas ingratas tareas que a nadie apetece cargar sobre
sus hombros, es decir, el mando, no significa que los demás individuos de la
tribu tengan licencia para holgazanear todo el día, a la espera de recibir órdenes –con objeto de simplificar estas
explicaciones, tomemos un sujeto A y un sujeto B, representativo cada uno de su
respectivo grupo o clase, los que mandan y los que obedecen. Si fuera tan
sencillo, el hombre no se habría molestado en inventar la sociedad, ni la
civilización, ni la cultura, ni internet… Aunque es bien cierto que los hay que
mandan y los hay que obedecen, sea por designio divino o humano, y que cada uno
en su papel es tanto o más determinante que el otro, ello no implica, o mejor,
no debería suponer, una diferencia entre ambos –representados por los sujetos
paradigmáticos A y B– mayor que la determinada específicamente por su lugar en la
estructura social: uno ordena, porque está para ello capacitado y así se lo
reconocen los demás, y otro obedece, porque también está perfectamente
capacitado para esa tarea, y no tanto, o no en absoluto, para el mando.
Y, ¿qué ocurre cuando uno puede ser tan útil en el
puesto de mando como en la obediencia de lo ordenado?, me preguntarán. Pues
que, evidentemente, habrá que tomar una decisión electiva. Pero, ¿quién? Parece
lógico pensar que el que tenga sobre sí esa responsabilidad. Se podrá
equivocar, qué duda cabe, pero es más difícil que lo haga quien está más
acostumbrado a tomar tales decisiones que quien no. Por lo tanto, cada uno en
su lugar y un lugar para cada uno. No en vano dice de Waal que «la jerarquía es un factor de cohesión que
pone límites a la competición y el conflicto». Esto, que aplicado a los
simios parece tener sentido, ¿puede extrapolarse al ser humano?
El hecho cierto de que exista, para el sujeto A y
para el sujeto B, una desigual y diferente tabla compensatoria, es lo que viene
a desvirtuar el equilibrio necesario entre ambos para que el sistema, que
funciona por conveniencia tácita, no se corrompa, como parece estarlo ahora
(entiéndase este ahora como siempre,
que viene a ser eso precisamente). Muchas personas, muchísimas, incluso quienes
pertenecen al grupo mayoritario de los que obedecen, ven completamente normal,
justo y necesario que quien tiene más responsabilidad obtenga mejor y mayor
compensación por ejercerla. Es tan así, que difícilmente podremos introducir un
cambio sustancial en el sistema partiendo de estos presupuestos. Ni que decir
tiene que quienes ostentan la representación, el mando, y todo tipo de responsabilidades,
están completamente de acuerdo consigo mismos y con lo que dicen esos otros
subordinados suyos que les atribuyen mejores recompensas. Pero, ¿esto es de
verdad razonable? ¿Es mayor la necesidad del sujeto A que la del sujeto B
respecto a aspectos tales como cobijo, alimentos, educación, sanidad y otra
larga serie de cosas sin las cuales hoy no entenderíamos nuestro sistema de
referencia? No me lo parece. Ojo. A mí. Ustedes son libres de pensar como les
parezca. Faltaría más.
Entonces, siendo las necesidades iguales o parecidas,
¿por qué son tan distintos los apetitos? ¿No será porque se empeñan en que así
sea, inculcando el concepto de clase en las mentes en formación de las masas
más allá de la pertinencia vital de hacerlo? Quien come calla. Es decir, no
responde, no reacciona, consiente y obedece. Por la comida se sujeta al
individuo B, y no solo por el acatamiento tácito de la jerarquía así
configurada. Resulta bastante complicado erradicar comportamientos tan
profundamente enraizados en nuestra civilización, sobre todo si tenemos en
cuenta que B aspira, mientras come, a llegar a ser A. O, como poco, a parecer
que es A. Pero B, al mismo tiempo, no pretende hacer extensible esa expectativa
a los B que con él comparten clase y destino, sino que lo querrá para sí en
exclusiva, en una clara manifestación de la ambición que le posibilitará
convertirse, efectivamente, en A.
Tras este juego de letras y palabras tan simple,
déjenme hacerles una pregunta: ¿se consideran ustedes sujetos de tipo A o de
tipo B? Eso es relevante para cualquier hipotético estudio social o
antropológico que tratara de determinar el grado de permeabilidad del individuo
a su propia condición, a su clase. Sin embargo, mucho me temo que semejante
análisis no soportaría la más mínima crítica, pues sus conclusiones
derribarían, de un solo golpe, todo sistema hasta hoy desarrollado por el
hombre: no solo arruinaría el capitalismo, paradigma social y económico de la
igualdad de oportunidades y la movilidad interclasista, sino que también
socavaría el comunismo –el que quede residualmente en algunas partes remotas
del planeta–, basado, al igual que el capitalismo, en un sistema de clases, da
igual que sean ideológicas en vez de económicas, al menos sobre el papel; pero,
además, todos los restantes sistemas estructurales que vertebran a las
sociedades del mundo verían amenazado su monopolio absoluto sobre el porvenir,
porque en todos ellos impera el sistema de clases en alguna de sus formas, ya
sea religiosa, social, cultural, laboral o cualquier otra.
Porque, ¿quién, en su sano juicio, estaría conforme,
perteneciendo a la clase A, en recibir lo mismo que si perteneciera a la B? Por
el contrario, ¿seríamos tan crueles de privar a cualquier sujeto de la clase B
de la justa aspiración a pertenecer algún día a la clase A y obtener una mejor
retribución? Eso rompería completamente las reglas establecidas, y ya todos, en
un mundo de iguales, no nos preocuparíamos por nada… Mientras, sigamos con
nuestras miserables vidas, colaborando con nuestros impuestos y sufrimientos
para que sujetos improductivos y absolutamente prescindibles sigan disfrutando
de todos los privilegios.
Creo que la vía de escape de esa dicotomía es la cultura. Con ella, es decir, intentando auparse a ella, porque es Everest de paredes lisas, ¡qué lejos quedan esas agresivas realidades de las clases, las jerarquías y las aspiraciones al consumo, más allá de las necesidades básicas. Hay una frase proverbial: "te tienes que ganar la vida", que en nuestros días ha perdido su antiguo sentido: el de que uno será aquello por lo que luche, si vence, claro está; pero la ausencia de este concepto darwinista, tan ecologista, si bien mirado, ha destensionado por completo a las últimas generaciones, más amiga de reivindicar derechos a disfrutar de una buena vida que a "ganarse" con su esfuerzo la vida que puedan. Lo bueno de la cultura es que, bien entendida, te entrena, sobre todo, en el olimpismo de la renuncia y el desdén de lo material, del consumo. Hace unos días oí a una joven frutera un "razonamiento" del malentendido libro de los derechos: "¿No tengo derecho por la Constitución a una vivienda digna y a un trabajo digno?, ¡pues que me los den, qué coño!" Le hubiera preguntado que entendía por "digno", porque a lo mejor salía la palabra "jacuzzi" en la conversación, pero tenía prisa por degustar las granadas que me llevaba en mi austera ensalada de zanahorias. Entre A y B, Javier, me ubico en la C de cultura, por supuesto, en el grupo de quienes nunca han vivido para trabajar y consumir en progresión geométrica. El modesto pasar de los intelectores me ha bastado y sobrado siempre. Aunque supongo que eso debe ir en la naturaleza de cada cual, y la mía debe de tirar a lo conventual...
ResponderEliminarSí, Juan, parece esa la vía, en efecto. Aunque está muy manido el dicho de que el nacionalismo (o el carlismo, ya no recuerdo bien) se cura viajando, de igual manera, probablemente leyendo seríamos capaces de llegar a un punto de encuentro... Pero no, qué va, ni así. Somos tan de barro, inconsistentes por eso salvo en la estupidez acumulada, verdadera herencia de la humanidad, que no veo manera de erradicar semejantes lacras de nuestra sociedad. Pero, ¡ojo!, porque lo que yo considero infamia e injusticia, otros, probablemente muchos, lo consideren oportunidades, medios de expresión, de libertad y de demostración de capacidad, calidad y hasta cantidad, que de todo hay y habrá.
EliminarLa cultura es lo que nos hace humanos, ¿o no tanto? Porque, si dependemos más de los genes, de la herencia, estamos aviados, como digo, ya que solo egoísmo y sinrazón (o sea, cerrazón) podemos esperar de nuestros ancestros hasta unas, pongamos, diez mil generaciones...
Desgraciadamente, ni somos Diógenes el Perro ni la Madre Teresa, que en gloria estén, sino solo materiales de desecho, materialistas, por tanto, hasta extremos demasiado alejados de nosotros para que nos demos cuenta siquiera...
Un abrazo
Hola Javier,
ResponderEliminarYa sé que no es el sitio para esto, pero no tengo configurado el outlok y no quiero hacerlo, así que no me queda más remedio que hablar aquí.
Sería posible que establecieras algun tipo de índice con enlaces en el Blog de tu relato de Historia de los Muertos?. Lo digo porque no puedo seguir el relato con toda la regularidad que me gustaría y ir haca atrás de capítulo en capítulo es un poco farragoso. (No veo otra forma de hacerlo. Lo mismo hay posibilidad y soy yo que estoy atontada....)
Gracias y perdona esta intromisión.
Besiños
No sé qué podré hacer... Déjame que estudie el asunto y te digo algo... Lo cierto es que el formato y la estructura están expresamente pensados para que el lector se obligue a hacer un seguimiento de la historia, si realmente le interesa, claro, manteniendo el estilo decimonónico (e incluso posterior) por entregas al que aludía en la presentación de mis muertos. No sé, no sé...
EliminarDe todas formas, Oki, si ahora lo ves farragoso, ya me dirás cuando la novela avance y las entradas se multipliquen...
Un abrazo