domingo, 8 de noviembre de 2009

De muros y vergüenzas



Parece que mañana se cumplen veinte años de la celebérrima caída del no menos famoso Muro de Berlín. Un muro que el mundo comenzó a contemplar desde 1961 pero que ya contaba con una larga historia. A toda conmemoración suele acompañar un gran boato, y no sé muy bien si al mundo le gusta más lo uno que lo otro, o si van indisolublemente unidos para siempre jamás, Sea como fuere, como no me gustan los aniversarios, ni las celebraciones, ni la pompa, ni aprovecho jamás las oportunidades que puedan brindar, escribo hoy estas líneas, cuando todavía no se ha conmemorado oficialmente nada que no sean los veinte años menos un día.

Le decían el muro de la vergüenza, quizá de los alemanes por tener su patria dislocada entre el mundo comunista y el capitalista, aunque los del Este no estuvieran tan sometidos como la propaganda occidental reflejó ni los del Oeste disfrutaran tanto de esa libertad que servía de reclamo a sus compatriotas, no más, al menos, que cualquier ciudadano de cualquier país occidental. Puede, también, que esa vergüenza fuera compartida por los representantes de las potencias democráticas como el reflejo que era de su fracaso militar y político. Incluso, y aunque pertenezca más al mundo de lo posible que al de lo probable, a lo mejor los dirigentes soviéticos se sentían también avergonzados por haber tenido que construir un muro físico que sujetara a sus masas más allá de la imposible sujeción ideológica.

Dividía una ciudad en dos, un país en dos, un mundo en dos, el pensamiento en mil... hasta que todos, estupefactos los de allá y condescendientes los de acá, comprendieron que ya no había nada que dividir, que todo era lo mismo, que todo daba igual, que se aproximaba el fin de las ideologías. Porque fueron motivaciones ideológicas las que levantaron el muro ¿o no? Porque fue esa insoportable vergüenza la que lo derribó ¿verdad?

Mañana el mundo entero estará de enhorabuena: hará veinte años que cayó el muro de la vergüenza. En todas partes y no sólo en Berlín habrá fuegos artificiales y abrazos. Miles, millones de seres en cada rincón del planeta saldrán a la calle a celebrarlo, aunque algunos no tendrán que salir porque ya están en ella. Infinidad de rostros sonrientes recibirán la conmemoración, en Alemania rostros ufanos y rosados, en Rusia rostros trasnochados; en Senegal negros rostros angustiados; en Bolivia rostros de indios desplazados; en Bangladesh rostros de niños depauperados... y por doquier, quizá, muchos rostros avergonzados.

Antes de que se erigiera el Muro de Berlín ya había otros muchos, miles, infinitos, repartidos por todo el planeta, dividiendo ciudades, calles, naciones y pueblos, pulverizando individuos... muros que no han sido derribados y de los que no se cumplirá nunca el aniversario, ningún aniversario. Muros de los que avergonzarnos...

Tendemos a fijarnos en lo sobresaliente, en lo llamativo, porque lo es o porque así nos lo dicen. Lo que vemos existe, nos insisten en ello hasta que lo fijamos en nuestra mente como un registro clasificado. Pero, ¿sólo existe lo que vemos o nos muestran? Sin negar la existencia de esto que efectivamente es, no puedo resistirme a evocar ahora tantas cosas que, aun existiendo, parece que no, sólo porque no se producen cada veinte años, o porque no nos las enseñan como importantes o incluso porque nos las ocultan. Todos saben a qué me refiero...

Cuánta alegría por la celebración y cuántos muros aún por derribar, uno dentro de cada cerebro.


2 comentarios:

  1. Estoy de acuerdo. Sin desmerecer la importancia de ese muro concreto, es seguro que otros muros más etéreos pero no menos eficaces nos impiden una visión más cierta de este mundo que nos rodea: muros de prejuicio y de ignorancia, el peso de cuyos ladrillos nos lastra y nos inmoviliza más que los auténticos muros geográficos.

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  2. Aunque creo que hay que derribar muchos muros todos los días, no solo en los aniversarios (que no dejan de ser un convencionalismo más) es de justicia recordar cómo el caso de la caída del Muro de Berlín supuso una alegría inmensa en las vidas de muchos alemanes -principalmente del Este- y también en general en los países del Telón de Acero. Porque no deseaban seguir viviendo en unos países-cárcel (mental y físicamente hablando) a diario, cosa que no les ocurría a los occidentales. Y anhelaban unas vidas como las norteamericanas, francesas, germano-occidentales, etc. Claro que en estos países también se vivían (y viven) situaciones no deseables, y nuestra mente se anquilosa con las comodidades y vicios adquiridos por la molicie de una sociedad acomodada en lo material. Pero, a pesar de todo ¿quién se cambiaba en aquel entonces por un habitante de los países del Este? Quizás algunos ilusos e inconscientes que, a buen seguro, hoy se habrán dado cuenta de su desatino. Mal que pese a algunos, la sociedad occidental (permítaseme esta terminología) es la que -a día de hoy- nos permite un mayor grado de libertad, progreso, creatividad y goce de la belleza y, principalmente, nos deja la mente y el cuerpo libres para cambiar las cosas. Si no lo hacemos, la culpa es nuestra, no de la sociedad, que no es perfecta, pero no nos impide, por ejemplo, dejar nuestras comodidades para irnos al África Negra, a las zonas depauperadas de América del Sur o Asia o incluso de la misma Europa o América del Norte a hacer todo lo que echamos en cara que no hace el avanzado Mundo Occidental.

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...