Viene ahora a cuento –¿y cuándo no?– recordar someramente los motivos por los que existen, en nuestro planeta, tantos mundos. No me refiero a las diferencias de tipo racial, lingüístico, cultural o cualquier otra de las que definen eso que llamamos idiosincrasia. Hablo de las diferencias simplemente económicas, que tienen en la ambición y el egoísmo su origen último y que, desgraciadamente, son hoy rasgo común identitario de aproximadamente tres cuartas partes de los países.
Aunque hoy es corriente hablar de la geopolítica, rama del saber científico al servicio de los países ricos en su lucha por el control de los recursos, lo cierto es que tales estrategias arrancan de un momento parejo al gran despliegue colonialimperialista de las potencias europeas del siglo XIX. La geopolítica, en la actualidad, determina un nuevo concepto fundamental en el análisis del subdesarrollo.
Sin pretender ser exhaustivo, sería bueno hacer algo de memoria. No es necesario remontarnos mucho tiempo en la historia para ver quién, dónde y cuándo comienza a crear y reproducir el perverso patrón socioeconómico germen de las profundas desigualdades que vive hoy el mundo: hay que señalar a las potencias europeas de finales del siglo XIX como principales responsables.
En esa época Europa es el centro del mundo, con las principales naciones en pugna por obtener la supremacía. Se está produciendo la II Revolución Industrial y el aumento de población hace que muchos europeos emigren a las nuevas tierras africanas y asiáticas, estableciendo colonias comerciales que rápidamente necesitarán la protección armada de sus respectivas metrópolis, y de ahí a la anexión política del territorio sólo hay un pequeño paso. No se trata ahora sólo de la esquilmación humana del África Occidental para abastecer el ingente mercado esclavista de América, sino de una masiva, agresiva y premeditada ocupación territorial para satisfacer la creciente demanda de recursos.
Una doble explicación política y económica estaría en el origen de esta expansión europea que tiene como verdadero objetivo el imperialismo colonial. Por una parte la creciente industrialización requiere cada vez más materias primas, lo que motivó el establecimiento de los primeros enclaves comerciales, y por otra está en juego el prestigio internacional de los países que se embarcan en tales aventuras. Como quiera que éstos mantienen un pulso por el control del Viejo Continente, no es difícil aventurar que trasladarán a sus nuevas colonias las tensiones. Además, es preciso añadir la presunta misión civilizadora que se arroga Europa como justificación para este imperialismo. Son básicamente Gran Bretaña y Francia, rápidamente seguidas por Alemania y Bélgica, las naciones que protagonizarán la expansión imperialista en África y gran parte de Asia.
Fíjense que por aquel entonces los Estados Unidos estaban aún forjándose como nación, de modo que no es posible, ni lícito, echarlos la culpa… todavía. En cuanto a España, hacia 1830 había perdido ya la práctica totalidad de sus territorios ultramarinos. Además, en esa época la miseria afectaba por igual al común de la población tanto del suelo patrio como de los territorios americanos.
Podemos establecer, por tanto, el expansionismo económico y político de las potencias europeas durante el último tercio del siglo XIX y el primero del XX como factores fundamentales de lo que posteriormente se ha llamado, a partir de la finalización de la II Guerra Mundial, geografía del subdesarrollo.
Los países europeos eran dinámicos, expansivos, ambiciosos, depredadores, se sentían superiores y con derecho a administrar y dominar a todas las culturas consideradas inferiores. Tenían convicción, decisión, ansia sin límite de dominar y la creencia en su misión sagrada que era enriquecerse. Dicha ambición hizo al mundo desigual y terriblemente injusto pero también estimuló la curiosidad, el deseo de saber, el desarrollo de la ciencia, la medicina, la tecnología... Si los países europeos hubieran sido más resignados, menos ambiciosos, menos curiosos, menos depredadores, creo que viviríamos con varios siglos de atraso respecto a lo que estamos ahora. Es una constante humana el deseo de dominación y se da en todos los órdenes. Ahora mismo nos damos cuenta sin lugar a dudas de que el crecimiento infinito es imposible puesto que esquilmamos el mundo, cambiamos el clima del planeta, condenamos a pueblos a la pobreza aprovechándonos de sus recursos, pero nadie está dispuesto a perder nivel de vida sustancialmente. Queremos que el mundo sea mejor y más justo pero nosotros no queremos ir a menos. El consumo es bueno porque estimula la economía pero exige cantidades ingentes de energía que agotan la naturaleza. No se puede seguir creciendo, pero qué políticos explican esto a la gente. Somos un tren lanzado a toda velocidad que se consume a sí mismo en su trayectoria endiablada. Es un mecanismo complejo y simple a la vez pero que no tiene solución. Tiene que haber pobres para que haya ricos, no todos pueden ser ricos. No sé si tiene solución. Un cordial saludo.
ResponderEliminarEs cierto que sin el ímpetu que proporciona la curiosidad no es posible el progreso, y que éste siempre se produce a costa de algo. Y también es cierto que a lo largo de la historia el "derecho de guerra" ha sido tan válido como el derecho natural o el romano, pero incluso en medio de la lucha debe existir el honor de reconocer al enemigo vencido... Hoy, creo, no existe honor en ninguna victoria. Y no debería haber pobres, es injusto que los haya y que todos lo consintamos desde, como bien dices, nuestras confortables atalayas.
ResponderEliminarMañana, si logro terminarlo a tiempo, espero publicar el artículo que continúa éste de ahora.
Un abrazo.