sábado, 6 de febrero de 2010

Ciencia infusa

Es verdad que hay temas más recurrentes que otros. Uno de ellos es la Educación, o la Enseñanza, que nunca sabré qué término está mejor empleado en según qué caso, quizá por el abuso que de ambos hacemos. Pero no me preocupa en exceso, quizá porque tampoco le importa un bledo a quienes sí deberían mostrarse interesados.

Hoy leía a Daniel Martín, uno de cuyos temas de cartera es, también, la enseñanza. Escribe en términos duros, pero no tanto como, probablemente, le gustaría, igual que a mí. Con ser descarnadas sus palabras y mis palabras, hay en ellas un grado extremo de medido recatamiento, o autocontrol. Habla de cosas sensatas que deberían hacerse pero no se hacen y seguramente nunca se harán. En la educación el problema de fondo es político.

Ni un solo político de los que ahora sufrimos que se precie tomará medida alguna que pueda poner en peligro el statu quo que su casta ha establecido o que implique el más mínimo riesgo de continuismo, creo que por lo de las elecciones. Es tal la desfachatez y falta de vergüenza con que actúan que, milagrosamente, nadie parece percibirlo. Usan, además, un lenguaje cifrado que nos es vedado al resto de los mortales, pues verdad y mentira, por ejemplo, adquieren connotaciones diferentes en su propio y críptico idioma. Son inmunes a la historia y sufren amnesia crónica ya que jamás recuerdan nada de lo que dijeron en el pasado y niegan la evidencia con pasmosa serenidad.

Pues bien, ellos, o a ellos, mejor dicho, debemos lo que tenemos. Y de lo que carecemos. Tenemos un sistema educativo que produce inflamación cerebral a cualquier ser pensante. Un sistema que no forma pero tampoco conforma, sino que permanece, como si de una inmanencia kantiana y alejada de lo tangible se tratara, ya que el conocimiento humano sólo es capaz de captar la apariencia de las cosas, porque la cosa en sí, lo trascendente, está fuera del alcance de la inteligencia. Así actúa, parece actuar, quiero decir, nuestro sistema educativo. Funciona de manera autónoma, retroalimentándose de sí mismo con un combustible fósil y por tanto agotable, nosotros. Este nosotros somos todos, no sólo profesores y alumnos, porque, a la postre, todos somos docentes o discentes, y las más de las veces ambas cosas a la vez.

Una cosa ya probada en España es la crisis, la ruina de la educación, la buena y la mala. Sencillamente no existe. Faltan individuos que la pongan en práctica aunque sobran posibles candidatos, ya que nos contamos por millones. Mientras no cambiemos, rompiéndola, nuestra manera conformista de pensar respecto a la educación, y a todo por extenso, estaremos perdidos y ellos, la casta política superior, ganarán ad infinitum. Huelga ser reiterativo sobre los vicios de tan nefando sistema, que ya han sido, y desgraciadamente serán, abordados. Lo que toca, con premura, es actuar, destruir –deconstruir, creo que se dice ahora– radicalmente el sistema vigente y erigir uno nuevo, de la nada si es preciso.

Pero, ¿cómo? Es lamentable que uno pueda tener tantas preguntas y ni una sola respuesta. Mientras llegan, seguiremos sufriendo la necedad que nos caracteriza como especie dominante y arrebañando manadas de analfabetos, funcionales y de los otros, sólo buenos para lana. O eso o confiar en los pocos que, ciencia infusa mediante, sean capaces de alcanzar el éxtasis del conocimiento.

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Sepan quantos esta carta vieren: conçejos, justiçias, regidores, caualleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos, como porque la principal cosa a que yo vine a estas partes no es acabada, e pues como estamos pobres e menesterosos, e faltos de seso e entendimiento, e porque lugar es este en que han de façer por grand voluntad la merçed los que agora son e de aquí adelante nos den su opinion...