Está de moda un vocablo extraño, pero que, como todo
en nuestra vida, rápidamente encuentra acomodo y cobijo. La palabra en cuestión
es viral, y de su original
significado biológico (virus. Organismo
de estructura muy sencilla, compuesto de proteínas y ácidos nucleicos, y capaz
de reproducirse solo en el seno de células vivas específicas, utilizando su
metabolismo), se extrapola para dar forma y constancia a los fenómenos que
se propagan con inusitada rapidez a través no ya de la web, que como tal parece
haber quedado anticuada, sino de los entramados sociales que a través de –o
paralelamente a– ella se desarrollan en constante evolución, pero que en el
fondo comparten idéntico objetivo: controlarnos.
Un tipo especial de alimento viral es el televisivo.
Pasaremos de puntillas, dada su obviedad, por los espacios que degradan al
individuo y lo transforman, a poco que se deje –y se deja bastante– en un ser
inane, lerdo y autocomplacido consumidor de telebasura en sus múltiples
acepciones. Cualquier programa cuyo contenido sea morboso tirando a sádico, o
que cuente las intimidades de los famosillos (ahora incluso la de los anónimos telespectadores,
que se ven así catapultados a su particular minuto
de gloria), verá rápidamente propagada su popularidad e incrementada
exponencialmente la fidelidad de su tristemente atento público.
En este mundo televisivo, adquieren realce los
programas especialmente destinados al consumo infantil. Quienes tengan edad
suficiente recordarán sin duda las primeras series infantiles emitidas en TVE:
los Chiripitifláuticos, Un globo, dos globos, tres globos, Barrio Sésamo… También nos suenan los
dibujos animados del Coyote y el
Correcaminos, Autos Locos, Los Picapiedra, Mazinguer Z… Todos estos programas y dibujos, y otros tantos que
ahora no recuerdo, nos ayudaron a formarnos en un mundo del que prácticamente
desconocíamos todo, más allá de las calles del barrio en que nacimos. En ellos
había violencia, es verdad, pero no más de la que nos encontramos cuando
salimos ahí fuera. No se trata de nostalgia, pero echo en falta, hoy, realismo
en la alimentación televisiva de nuestros infantes.
El correctismo vigente, heredero de las llamadas guerras culturales, tacha a los
programas que hemos mencionado antes de sexistas, racistas, homófobos,
violentos e inapropiados para la formación de los niños, pues podrían intoxicar
su mente con ideas demasiado radicales y antisociales, y son responsables, según
los estudios psicológicos y sociales
muy concienzudos realizados al respecto, de un cierto grado de psicotización en
las sociedades desarrolladas, de manera que quienes crecimos con esos programas
en nuestra vida ahora somos poco menos que sociópatas, degenerados pederastas y
sujetos emocionalmente inestables.
Hoy los niños ven cosas blandas, dulces, entre rosa y
malva (Bob Esponja y similares),
reflejo sin duda de la vida real para la que, cuando se enfrenten a ella,
estarán extraordinariamente adaptados. Eso, o clamarán al cielo y a los
tribunales exigiendo que les devuelvan el dinero y que ahorquen a los
miserables que no les dijeron cómo era el mundo, suponiendo que les queden
neuronas libres no contaminadas. Sin embargo, estos programas en absoluto son
tan inofensivos como podría pensar un individuo bienintencionado, sino que
entrañan el grave riesgo de condicionar irremediablemente tanto la cognición
como la personalidad del niño, moldeando su cerebro a la medida adecuada del
receptor pasivo y consumista de dogmas sin sobresaltos en una suerte de
adoctrinamiento enfocado a la nula crítica del sistema. Con todo, los programas
infantiles son solamente uno más entre todos los ítems del complejo diseño educativo en el que nos intentan asentar
(pido disculpas y me corrijo: del completo diseño programático-dogmático en el
que nos han asentado).
De estos engendros como los teletubbies, los pitufos, etc., lo que más me ha llamado siempre la atención es la asexualidad de los mismos, como si quisieran acabar con Freud por vía de diseño emasculador. ¡Como si los niños y las niñas no tuvieran en la manipulación genital y en el interés por todo lo relacionado con el sexo una de sus primeras fuentes de inquietud, de sed de saber y de satisfacción, más adelante! El talante represivo de la sexualidad que domina en esos engendros para las criaturas me los vuelve hiperantipáticos.
ResponderEliminarAy, Juan, si solo fuera eso lo que censuran... Que no es poco, por otra parte, porque realmente es uno de los motores de nuestra humana humanidad, y uno de los principales, además, junto con la comida (la comida que va directa al estómago, quiero decir), de la que hablaré en la continuación de este presuntuoso articulillo que me ha salido.
EliminarPero te asiste la razón, nos hacen invisibles sexualmente sin mencionarlo, no vayan a traumatizarse las criaturas... Pretenden que los niños vivan en los mundos de Yupi eternamente, y creo que lo consiguen, porque el grado de infantilidad que se percibe en la población adolescente y joven (incluso adulta, porque ahora la juventud se estira hasta casi mi edad) no tiene parangón en época alguna. Será por eso que estos jóvenes y jóvenas pasan de volar del nido y se quedan con papá y mamá hasta la jubilación de éstos, viviendo de su pensión y aspirando a heredar el pisito... aunque la excusa oficial sea la falta de perspectivas laborales.
Un abrazo