Ser
profesor de historia no es ser historiador, de la misma manera que ser
licenciado en derecho no es ser abogado. Esto lo sabe cualquiera que se
preocupe mínimamente de ello –de saberlo, quiero decir. Sin embargo, en parte
porque uno mismo se sobrevalora, en parte porque aquellos a quienes se dirige
su discurso lo hacen a su vez, no es infrecuente encontrar ese tipo de docente
que se halla en posesión de la verdad, de todas las verdades, solo porque “cada cual llama ideas claras a las que se
hallan en el mismo grado de confusión que las suyas”, que dijo Proust.
En
esto conjugan bien la prepotencia o soberbia de quien cree que tiene algo que
decir y la necesidad o necedad de quienes creen que tienen algo que oír. Pero
la historia, que a muchos puede parecer cosa muerta, tiene plena vigencia, es
fuerte y vigorosa, y enseña, a quien quiera aprenderlo, no solo la sucesión
cronológica más o menos ordenada de lo que la humanidad hizo, sino, y esto sí es
verdaderamente importante, la forma correcta de hacerlo. La historia es el
territorio del hombre, su espacio natural
donde desarrollarse, de la misma manera que la sabana lo es de los leones y el
río de los barbos.
La
historia, es decir, el pasado, es siempre susceptible de reinterpretación,
sobre todo cuando salen a la luz documentos nuevos o se desclasifican los que
fueron en su día censurados como secretos. Pero eso, que es perfectamente
lícito y natural, deriva en una clara tendencia demagógica cuando se
instrumentaliza para defender posturas políticas actuales, sean de tipo
nacionalista, soberanista o inflamatorias.
Llegados
a este punto, bien cabría preguntarse quién hace la historia. O más
exactamente, quien la escribe, ya que los supuestos hacedores, si los hay,
pocas veces pueden darse cuenta de la trascendencia de sus actos, que más tarde
constituirán los hechos que conforman el metafórico tegumento histórico. ¿Y
bien? ¿Nadie responde? Entonces es que han comprendido la magnitud del asunto…
Resultaría extremadamente superficial ofrecer una respuesta categórica, e
incluso una que fuera lo suficientemente amplia como para no molestar a nadie
pero tampoco satisfacer a ninguno. Dado que las cosas no suceden porque sí –el
famoso «Dios no juega a los dados»
einsteiniano, aunque nosotros preferimos sustituir la divinidad por la
universalidad cósmica–, tendrá que haber una explicación, por más que no
podamos verla, o no sepamos mirar, que puede ser el caso.
Presuponer
que la historia la escriben los vencedores es una manida obviedad, pero además
es falsa, porque quien tiene la misión y la capacidad de escribir sobre
historia no es en absoluto un vencedor sino un historiador, un profesional del
pasado. Como hombre podrá estar sometido a la influencia de una época, de una
cultura y de unos valores, pero, lo mismo que un juez, debe sobreponerse a su
humana condición para ejecutar su tarea con la asepsia requerida por su oficio.
Los vencedores pagan a los mercenarios panegiristas por plasmar sus gestas
heroicas, pero esto no es historia, sino solamente una parte aumentada, cuando
no fabulada, de ella, la que responde a los intereses de quienes han ganado la
batalla por legitimar el poder así alcanzado y por marcar la posteridad con un
aura de justicia. Por suerte, existe otra historia, menos exuberante, menos
fantástica y sí, en cambio, íntima, latente hasta que se apagan los ecos de la
venganza, momento en que puede darse a conocer. Ambas historias, paralelas pero
complementarias, se someten, andando el tiempo, al juicio crítico de quienes ninguna
parte tuvieron en los hechos, y a los que nada vincula o ata sino el afán de
profesionalidad y conocimiento que alimenta su vocación.
Pushkin
dejó dicho que «la idea de una edad de
oro es inherente a la tradición de cada pueblo, que no prueba nada, excepto que
la gente nunca está satisfecha con el presente, y dado que su experiencia les
da pocas esperanzas para el futuro, adornan el pasado con su imaginación». Pecaba
el poeta ruso seguramente de benevolencia –pues no le suponemos ingenuo–, dado
que lo expresado por él, más que definir la historia, describía el poso
subyacente a toda leyenda. Y la historia auténtica, la vivida y sufrida por la
carne mortal, es cualquier cosa menos legendaria.
Frente a la solemnidad de Einstein cabe oponer el espíritu lúdico de Mallarme y su tirada de dados que no abolirá el azar. Me ha interesado esta reflexión sobre la Historia porque he descubierto que llegas a una conclusión de la que quizás ya partías: que, bien hecha, la Historia enseña. En otra ocasión ya te manifesté mi escepticismo, que comparto con Cioran, sobre las "patrañas" de la Historia, y la defensa de la Intrahistoria, que defendía Unamuno. Ha coincidido este artículo con la lectura que estoy haciendo de los Anales de Tácito, el libro de cabecera de Robert Graves, supongo, o, al menos, la guia de su Yo, Claudio. Me está dejando muy insatisfecho, por un lado, y satisfechísimo por otro, el del anecdotario y los aforismos. Su manera de concebir la Historia, tan cercana al relato fundacional y a las efemérides, se asemeja más a un cuaderno de bitácora de una travesía que a otra cosa, aunque sus descripciones de los movimientos bélicos, por ejemplo, es excepcional. La Historia lleva siempre incorporada una sociología, una filosofía y, en algunos casos, hasta una metafísica, como es el caso de los nacionalismos. Al final, las tres disciplinas acaban militando en el generoso espacio de la antropología. Pero no me hagas caso. Mi aversión a la Historia es producto de mi incapacidad para aceptar el realismo y, en consecuencia, un concepto de lo real que me satisfaga. No creo que viva en el delirio, pero la realidad que compartimos me hace llegar a esa conclusión muy a menudo.
ResponderEliminarBueno, Juan, creo que compartimos esencialmente los mismos puntos de vista, porque a la historia oficial hay que contraponer la otra historia, la de los invisibles, la que nadie o pocos se atreven a contar, aunque desde hace ya algún tiempo hay una tendencia a sacar a la luz esa historia social, de la marginación, la pobreza y -aunque no es exacta la expresión- los círculos ajenos al poder político. Pero añadiría, como se desprende de mi escrito, una tercera historia, que también es preciso tener muy en cuenta, y que se nutre, precisamente, de los resquicios, lagunas y abominaciones de la oficial, pues no está, como es el caso de ésta, sometida a la manipulación del poder y de sus mercenarios (o no por lo menos en la misma y absoluta medida).
EliminarCosa distinta es la enseñanza de la historia, que hoy, por fortuna y de la mano de la nueva escuela, se aleja tanto del dogmatismo como de la enumeración, de fechas, acontecimientos, dinastías y demás nóminas. Todo ello, claro está, con permiso de sus señorías, porque tenemos ahora mismo entre manos esa cosa pagada con dinero público y llamada Diccionario Biográfico Español que ensalza a caudillos y otros fenómenos disfrazando su verdadera denominación.
Un abrazo
Muy interesante tu reflexión, Javier. Hace unos días, charlando con un joven extranjero, mientras hablábamos de Dalí, que se quedó con su genialidad dislocada que nadie entendió en la España de Franco y de Picasso, que prefirió seguir en Francia y no volver a España mientras viviese el caudillo, le pregunté a bocajarro, ¿quién era Franco? Su respuesta fue tajante, lúcida e inequívoca: un dictador que con su golpe de estado en julio del 36 provocó una guerra civil. Al hilo del texto de tu entrada me pregunto cómo le habrán explicado nuestra historia más o menos reciente a este joven extranjero. Ya te aseguro que muchos de nuestros jóvenes a lo mejor no respondían a la pregunta con tanta claridad. Algo tendrá que ver, supongo, la forma en que se escribe y se cuenta la historia.
ResponderEliminarUn abrazo, Javier.
Creo, Javier, que la historia se enseña, en cualquier sitio, siempre en función de al menos dos parámetros diferenciales: distancia temporal e interés político. De esta forma quienes ostentan el poder, sea por representación popular, sea por mandato unipersonal, tienen el control del tempo histórico. Y esto puede aplicarse también, con matices, a la explicación de la historia de otros pueblos en los que uno (entiéndase tanto el historiador independiente como el sometido a control) no está tan directamente involucrado.
EliminarEn el caso de nuestra historia patria, estoy completamente seguro de que un historiador español, el que sea, no tratará hoy con idéntica objetividad el alzamiento de 1936 como el de 1923 o cualquiera de los muchos pronunciamientos que se produjeron a lo largo del siglo XIX, ni la guerra entre los sublevados y el Gobierno de la República como la que enfrentó a Pedro I con su hermanastro Trastámara, pese a que ambas son guerras, ambas civiles y ambas fraticidas. ¿El motivo? Antes lo dije: es preciso que pase el tiempo, y/o que nada tenga ya que ganar ningún político.
Por otra parte, pero en concordancia con lo señalado, y a pesar de la Ley de la Memoria Histórica del Gobierno de Zapatero, aún no ha habido en España una condena oficial, en sede parlamentaria, de la sublevación militar de 1936 contra el gobierno legítimo del Estado. Y no se trata de hacer sangre o depurar responsabilidades, sino simplemente de escribir correctamente y de una vez por todas esa página de nuestra historia, porque cualquier golpe militar contra poderes democráticamente establecidos repugna a todo ciudadano libre.
Por cierto, y aunque la creencia de que Franco dirigió el alzamiento está excesivamente extendida, hay que decir, para ser rigurosos y objetivos, que quien estaba al frente de la sublevación y destinado a comandar el futuro gobierno militar era el general Sanjurjo, oportunamente fallecido el 20 de julio de 1936. Franquito dudó hasta el último momento en sumarse al alzamiento, aunque también es verdad que supo moverse con rapidez para hacerse con el mando absoluto.
Un abrazo